viernes, 29 de marzo de 2019

El olor del asado


La china en la caja del supermercado busca el precio del trozo de queso que compré, no lo encuentra. Esperan en la cola un viejo de gorra, con una de esas narices de aspecto de verdura carnosa, y una joven que tiene esa inevitable falta de decoro de estar de entrecasa; algo le ha faltado y fue al super chino a agarrarlo como quien va hasta la alacena que está en el garage a buscar detergente o algún artículo que se ha comprado en cantidad. La china tiene las uñas pintadas de gris metálico y azul. Le digo "ciento veinticuatro", en chino. No me presta atención. Pero otro chino, que daba vueltas por ahí, medio ocioso, levanta la cabeza cuando escucha que alguien pronuncia su idioma, luego se acerca y me sonríe. Se queda parado. No dice nada, pero sigue mirándome. Tranquilo.
"Mi papá es chino", le explico, mientras acomodo en la mochila las cosas que compré, y rápidamente me atajo: "pero yo no hablo chino, él no me enseñó".
Mi papá es un cocinero admirable, aunque tampoco me enseñó a cocinar. Ni a hacer asado. De grande yo andaba, huérfano de padre argentino, preguntando si enseñarle a su hijo varón a hacer asado era un rito de paso de la argentinidad. Sólo me respondió Alejandro Spiegel, contándome que su padre judío no sólo no le enseñó a hacer asado, sino que cuando Alejandro juntó a sus amigos y familiares para el primer cumpleaños de su primer hijo, hizo unas hamburguesas a la parrilla. "Mi viejo, que hacía unos asados monumentales, miró la parrilla de lejos y sonrió. A mí me puso nervioso, porque yo quería demostrar que era hombre, ¡era padre!, y un hombre argentino, ¿cómo se valida? Con el asado. Bueno, cuestión que se me quemaron, las hamburguesas. ¡Las hamburguesas! ¿Podés creer? ¡Tenés que ser muy capo para que se te quemen las hamburguesas! Yo todo atribulado, mi padre satisfecho, los dos estábamos para que nos tiraran al tacho de la basura del psicoanálisis".
Vine al supermercado a comprar víveres para pasar un par de días en el rancho que Camilo Sánchez se hizo en una isla del Delta del Paraná. Como pensé que era conveniente, compro algo de carne para asar, con la idea de llegar, asarla e ir comiéndola fría en los días sucesivos. Una idea muy práctica del asado, casi china.
"Los argentinos dicen que su plato nacional es el asado. Llaman cocinar a calentar pedazos grandes de carne arriba de una parrilla", leí que le decía un chino a otro en Facebook. Era odioso, pero no le faltaba razón. Quiero decir, bien podría haber yo saltado en favor de los argentinos en esa conversación, argumentando que el mayor talento es hacer con estilo aquello que es tan simple que no da lugar a que se haga más que de una forma, pero me faltaba convicción. Sería solo un ejercicio de la retórica, porque en el fondo pienso, como los chinos, que hacer asado no es propiamente cocinar. Sin embargo, esta discusión me parece que da en el corazón del choque idiosincrático entre argentinos y chinos. Los chinos, gente a la que no le sobra nada, que tienen abuelos que murieron de hambre, despejan todo para ir directamente al beneficio, mientras los argentinos encuentran el beneficio en el floreo, la productividad dentro del ocio, desdeñando la supervivencia, el hambre y la muerte.
Me llevo, en fin, un poco de tapa de asado y de vacío para alimentarme los días que estaré. Al llegar al precioso rancho de Camilo, preparo el carbón, la carne, la sal, lo necesario. Y un libro, para leer mientras la carne se hace. Y cuando finalmente estoy frente a la parrilla, algo sucede. Algo me asalta. Es como si se corriera un velo y apareciera un escenario que no estaba hasta ese momento.
Es el escenario de un rito. Las largas ramas del sauce que cuelgan melancólicas, pobladas de hojas, meciéndose con la brisa, las nubes enormes brillando blancas al sol, corriendo de prisa por un cielo azul muy diáfano, el olor a agua del río, el rojo de la carne, la mesada de ladrillos sobre la que se pone la parrilla, los hierros negros de la parrilla engrasados de cebo y hollín de cientos de asados en que la gente charló, labró una y otra vez su amistad durante años; la cuchilla con su antiguo mango de madera y sus groseros remaches de hierro viejo, la marca de la sal, la misma, con el mismo logo y los mismos colores, de cuando éramos chicos. Podría haber llevado briquetas, el atadillo de maderitas listo para encender las briquetas, el combustible para apurar la fogata. Podría haber sido práctico y diligente. No tenía otro objetivo que tener la carne necesaria para tres días. Pero entonces, ¿por qué no compré carne cocinada?
Mientras pienso esto, deambulo por el campo de la isla juntando troncos finos y gruesos, luego armo el fuego como disfruto, una técnica que aprendí de un amigo: una pira de troncos gruesos con el interior lleno de troncos finos y aire, tapada por una rejilla de troncos, sobre la que se asienta el carbón. Me jacto de usar sólo un fósforo y no tener que avivar el fuego. La pira funciona más que perfecta, bellamente. Se prende fuego entera como una pelota. Todos los troncos se encienden a la vez, cuando la madera se ha consumido, el carbón ya arde con potencia. En unos minutos se habrán hecho las brasas.
No vine con nadie está vez. Un gato se colará y terminará durmiendo sobre mi almohada, y dos perros se han acercado, a la vez sinceramente amistosos e interesados. Están echados unos a cada lado de la reposera en la que leo, junto a la parrilla, Iósi, el espía arrepentido. Es la historia real de un tipo que se hizo pasar como judío para infiltrarse en las organizaciones de la colectividad judía en Argentina. Dice que cuanto más se relacionaba con los judíos, más se sentía uno de ellos y más temía por su seguridad, pero que los datos que él pasó sirvieron para los atentados contra la Embajada de Israel y la mutual de la AMIA.
Luego de leer una reflexión sobre la imposibilidad de no sentirse traidor cuando uno tiene más de una identidad, cierro el libro y me quedo mirando la parrilla. La carne hace pequeños ruiditos, las brasas parecen tener adentro gruesos gusanos que se mueven como si trataran de salir. Emiten un humo que se mezcla con el de la carne y sube hacia el cielo. Ese humo tiene un olor glorioso.
Uno de los perros ve que bajo el libro y se me queda mirando, igual que el chino.
Me paro porque ya debe estar la carne.
La tapa de asado está. El típico gusto de la tapa de asado. Esta vino muy gorda. Uso el maravilloso cuchillo que me regaló Juancito para mi cumpleaños. Cuando vengo a la isla me lo calzo en el cinturón y ya lo dejo ahí. Corto la grasa gorda, se la tiro a los perros.
Había puesto la mesa en la mesita del parque, pero empiezo a comer al lado de la parrilla. Algo para mí, las sobras para los perros. No hay tanta diferencia entre la forma en que comemos, los perros y yo. La carne va directamente de la parrilla a la boca. La ensalada, quedará para después. Carne, nada más. Asada en su grasa. Puro gusto a carne, sin otro condimento que un poco de sal. Voy a traer a este rancho un hacha, así hago leña con los troncos y no uso carbón. Los troncos están en la arboleda de los alrededores o los trae el río. Puedo pescar un tronco y dejarlo al sol para que la próxima vez esté seco.
Los días que me quedo en la isla no me baño. Casi no me lavo. Jamás me peino. Uso la misma ropa todo el tiempo que estoy. Si se ensucia mucho, la lavo en el río. No sé si me contagio del salvajismo del lugar, si me hago el Hemingway o si es abandono, nomás. Claro, con otra persona un poco me comporto. Por lo menos observo horarios. O pongo la mesa, como está puesta ahora. Pero ahora, solo, me como la tapa de asado junto a la parrilla.
No sé si soy práctico por chino o si me doy el festín de disfrazarme de gaucho, pero de repente el asado llevado a una mesa preciosa, el decoro, la educación, la limpieza, la decencia, todo me parece fútil, un amaneramiento burgués.
Cuando termine de comer me iré al muelle a seguir trabajando en el libro en el que cuento mi viaje a Qinghai, el centro remoto de la China, donde los territorios son de pastores nómadas con sus ovejas y sus yaks, de viento permanente, de montañas sin árboles, de lobos y de dioses. Contaré que nadie hace asado, teniendo para comer casi nada más que carne, porque a los dioses les disgusta el olor. A mí, el olor a asado en la isla, me gusta demasiado.



No hay comentarios:

Publicar un comentario