De la misma manera en que no le hallo sentido a viajar por viajar, no me gusta hacer pareja con alguien sólo por hacer pareja, por estar enamorados o por romanticismo.
De la misma manera en que los lugares se me hacen carne de mí cuando dejo mi cuerpo y mi alma en lo que hago allí, una relación con una persona me hace quien soy, cuatro baldes de agua y un paquete de sales y un pequeño Dios de vida, cuando hacemos algo juntos que justifica nuestras vidas.
Habremos sido pareja en la aventura, sin darnos cuenta.
Luego está el modo chino: casarse con la persona más conveniente, sabiendo que esa unión vacía propiciará una vida llena de dicha, porque lo vacío atrae la plenitud.
Hace unos años tuve un encuentro con Shen Hong, una parienta mía. Trataron de explicarme qué tipo de relación genealógica había entre nosotros, que incluso tenía un nombre, pero era un intríngulis matemático que llevaba demasiado tiempo comprender.
Era una viuda de menos de 40 años. Era hermosa. El marido de su hermana fue el encargado de la familia de empujarnos uno hacia el otro para que formáramos una pareja.
Yo me entregué lo que se puede entregar un marinero a quien su barco lo espera en el mar, y Shen Hong resultó ser tan fascinante que consiguió hacer que me olvidara del barco. Me enamoré perdidamente. Era una chica que estaba siempre alegre y tranquila, que era más feliz que yo dándomelo todo, que no me traía el mínimo problema; era sagaz y todo le causaba gracia y era sensible, y estaba asombrada por mi vida, y quería saber más y más de mí, y lloraba con mis historias y estaba enamorada de mi cuerpo. Entregaba su vida a la relación conmigo, sin miramientos, sin guardarse nada, desnuda como llegó al mundo, poniendo en nosotros todo su pasado y todo su futuro.
Pero un día sucedió algo. Una tarde cualquiera escuché un ruido insoportablemente repugnante cerca de mí. Estábamos en una reunión de nuestra familia china, en un salón no muy grande. Observé que nadie le prestó atención al ruido. Me di vuelta para ver de dónde venía y era mi prometida, que estaba amasando un gargajo desde el fondo de su pecho, con la boca abierta y haciendo un gesto increíblemente inmundo con toda su cara. Largamente hizo eso, sin decoro, abiertamente, sin sentir la mínima vergüenza. Al fin, apenas inclinada sobre un tacho de basura, largó lentamente una larga escupida, viscosa, verde, glaseada. Escuché cuando pegó contra algo que había dentro del tacho.
Quizás lo que me sucedió era que escuchaba la sirena del barco llamándome a bordo, pero en esa escupida se concentró todo lo que esa chica tenía de extraño indigerible para mí. ¿Cómo podía estar toda la vida con alguien que hacía naturalmente algo así?
Sin embargo, mi padre chino y mi madre argentina construyeron una buena y larga vida juntos.
En fin, creo que no hay recetas para ningún asunto humano, por más que algunas fórmulas hagan sonar cascabeles y resulten irresistibles.

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