jueves, 29 de octubre de 2020

El dichoso sillón

Fue por el tema del sillón que Victoria me habló de Mario Levrero. Me leyó el relato escrito por él en el que contaba cómo se gastó la guita de un premio en un sillón para leer.

Y después estaba el sillón de Teresa Yuan. Era como lo más importante de su casa. 

Yo me tomé la costumbre de entrar y sentarme en el sillón. En San Nicolás, cuando yo era chico, había un loco, el loco del pueblo, Carlito el Loco, que era dueño del primer asiento del colectivo, y la gente sabía y se lo dejaba. Si algún desprevenido estaba sentado en el primer asiento y no se iba cuando subía Carlito el Loco, Carlito le hacía llover una tromba de manotazos en la cabeza para castigarlo mientras chillaba. El sillón de Teresa era como mi asiento de Carlito el Loco.

Teresa insistía en decir el nombre del estilo del sillón, Bergere. 

Teresa es como yo, de padre chino y madre argentina. Es un parecido potente. La cantidad de mestizos chino-argentinos nacidos antes de los 90 no debemos ser más de 20. Pertenecemos a un lote especial.


Están esos dos antecedentes del tema del sillón, que deben haber quedado en mi subconsciente, porque no los tuve presente cuando salí a comprarme un sillón para leer. Y cuando empecé a buscar, siempre prefería los Bergere.

Recorrí bastante y ninguno me conformaba. Algunos tenían un tapizado horrible, otros tenían fea forma o no eran cómodos, los usados estaban baqueteados, los nuevos eran imposibles de caros. 

Y también estaba el tema de que tanto el pragmatismo como el consumismo me arruina mucho las cosas. Leer no es hacer cualquier cosa. Tiene un poco de rito, es un momento un poco sagrado —digo, un poco exagerando para que se entienda. Entonces no es lo mismo que ir a comprar una lámpara que se quemó, o un champú, o cinta scotch. 

Por otro lado, me resulta horrible comprar por el gusto de comprar. Me parece tilingo y un poco indecente. 

Con estas complicaciones, alargué la búsqueda. Recorrí mueblerías, mercados de muebles usados, tapicerías, mercados virtuales. Casi que iba rechazando sistemáticamente, para buscar. El sillón se me fue convirtiendo en la búsqueda del sillón.

Un día Victoria me recordó lo de Levrero y le dije que no estaría mal imitarlo literalmente:  participar en concursos para ganar un premio y entonces sí comprármelo. 

La exigüidad de los premios me hizo desistir de ese romántico proyecto y seguí buscando. Algunas veces usé las redes sociales para pedirle a mis amigos si tenían un sillón Bergere para venderme, y a veces aparecían, pero tampoco me cuajaban.

Incluso me enteré que una amiga luminosa como un ángel gigante había hecho una movida con un grupo para intentar recolectar fondos para comprarme el dichoso sillón.


Cuestión que la semana volví a preguntarle a mis amigos por una red social, y a los pocos segundos apareció un tipo que es otro ángel, con quien tenemos buenas afinidades, y me dijo con una simpleza que me desarmó: “tengo dos, te los regalo”. 

Sentí en mi interior que había llegado al final del camino. No tuve dudas de que el sillón sería perfecto.


Hoy mi hijo fue a buscarlo con un compinche que tiene camioneta y me lo trajeron.

Cuando lo vi sentí una emoción grande. “Para el resto del viaje”, pensé.

Abracé a mi hijo, abracé a su amigo, abracé el sillón, los acompañé mientras subían el sillón por la escalera, feliz como un perro.


Y ahí está. 

Enorme como un búfalo.

Divino.

Profundamente cómodo.

Reacomodé el departamento para hacerle lugar. El resto de las cosas parece que lo miran. 

Yo no soportaría que no tenga la historia que tiene.

Y tiene nombre, claro.

Mario Levrero, se llama.




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