A mi madre se le derramaba el amor y yo era una de sus personas más queridas.
Debo haber sido más que intratable y ella estaría pasando por un momento muy difícil para que me diera una paliza.
Yo podría haber corrido o podría haberla enfrentado, pero como sabía que ella tenía más que razón, nada más atiné a agacharme y taparme un poco.
Fue una sopapeada torrencial. Yo no sabía de dónde sacaba ella tantas manos. Me daba sólo con las palmas abiertas y no muy fuerte, pero se descargó un buen rato.
Ahora que cuento esto me da mucha pena que se haya muerto. Si estuviera viva iría a abrazarla y pedirle disculpas, y preguntarle, si quiere contar, qué le pasaba en ese momento. Era una piba, no tenía más de 33, 34 años.
En fin, recuerdo esa sensación de la lluvia de sopapos.
Es la misma sensación que tienen varios amigos en este momento, según percibo.
La diferencia es que yo sabía que me merecía la paliza, pero ahora no nos merecemos que nos estén apaleando.
No sabemos por qué.
No sabemos cuándo ni de dónde va a venir el próximo golpe.
No sabemos dónde nos van a pegar.
Puede venir un fierrazo que nos mate.
Que lastime a alguien querido.
Nos pegan los que tienen la plata de verdad, los que se llevan todo, y nos pegan los nuestros, peleándose entre ellos en lugar de juntarnos para defendernos entre todos.
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