jueves, 22 de abril de 2021

El maldito pulmón de la Virgen

(Artículo aparecido en Revista NOBA, de San Nicolás)


María fue la primera negra que conocí. Negra afrodescendiente. Era grande y maravillosa como una reluciente yegua pura. Trabajaba en casa, pero un día dejó de venir y mi madre tuvo la idea de ir a buscarla a su casa, dentro de la Villa Pulmón. Mi padre jamás habría tenido esa idea. Mi madre me llevó con ella, y así, también por primera vez, conocí Villa Pulmón. Yo tenía siete años.

Villa Pulmón era la villa miseria más famosa de San Nicolás, porque estaba asentada junto al conservador y aristocrático centro de la ciudad, delimitado por cuatro avenidas. Más allá de las avenidas, estaba la barbarie.

Anduve azorado de la mano de mi mamá por los pasillos de la villa miseria. Me asombraba que hubiera grandes árboles, que hubiera tanta gente y que no hubiera ningún orden urbano. Todo era de cualquier manera. Pero sobre todo tuve una visión mágica. La villa estaba asentada en los terrenos más altos de la ciudad, en la cumbre de una barranca, y desde allí pude ver el paisaje de las infinitas islas Lechiguanas, que se extendía hasta el horizonte lejano, brillando con un verde iridiscente y beatífico, y las cintas de los arroyos marrones entre ellas, en los que centelleaba el sol. Era como ver el paraíso — y lo estaba viendo desde el interior del lugar más desheredado de la ciudad.

María era de la provincia de Misiones. Los habitantes de Villa Pulmón habían llegado de Corrientes, Chaco, Entre Ríos, las provincias del litoral. Muchos eran isleños y gente que había vivido en la costa del río. Su vida era apartarse cuando venían las inundaciones que le volteaban sus ranchos de caña y adobe, y volver cuando el agua bajaba. Años después de que mi madre me hiciera conocer Villa Pulmón, sus habitantes acabarían siendo expulsados del lugar por la aristocracia aliada con una dictadura militar, y cuando apareció la Virgen y parte de aquellos terrenos le fueron concedidos a la Iglesia Católica, y los peregrinos comenzaron a llegar, entonces habrían de regresar, como sus ancestros regresaban después de las crecientes. No volvieron para levantar ranchos, sino para vender rosarios de cuentas de plástico, anillos de hojalata, llaveros de hilos rojos, medallitas de oro falso y otras chucherías devotas fabricadas en China.

La ola migratoria había comenzado a llegar cuando el país decidió industrializarse y se creó la franja industrial desde Campana hasta San Lorenzo. La construcción de lo que sería una de las principales siderúrgicas de Sudamérica demandó miles de brazos que, por otra parte, sobrevivían como podían en provincias atrasadas. Era gente pobre y sin capacitación. Llegaron a cavar zanjas, limpiar terrenos, levantar terraplenes. Hicieron el trabajo más bruto y esclavo. Esa gente encontró que al lado del centro persistía un enclave de criollos como ellos, la Zanja de doña Melchora, y comenzaron a levantar en los alrededores sus ranchos —que ahora eran de maderas y chapas que rescataban de la construcción de la acería. Las casillas se extendieron por los baldíos hacia el norte, siguiendo la barranca. 

En el país se hablaba de “aluvión zoológico” para referirse a situaciones como aquella. Las aristocráticas familias del centro de San Nicolás lo vivieron de esa manera. La ciudad se llenaba de personas indeseables, “cabecitas negras”, brutos del interior. Llegaban los hombres solos, pero luego traían a sus mujeres, que parían camadas de hijos. Llegó un momento en que el hospital estaba atestado de ellos, y las escuelas y el registro civil y los comercios y las calles. Para muchos, era algo indigerible.

Un día escuché a uno de los antiguos habitantes de Villa Pulmón recordar los primeros tiempos con gran dicha. Entre muchos recuerdos, contó que se armaban bailes en dos piletones que había entre los ranchos. No comprendí que hubiera piletones, y él no supo explicarme, pero con el tiempo averigüé que realmente hubo dos gigantes piletas que, abandonadas no se sabía cuándo, fueron aprovechadas por los villeros como pistas de bailes de una pulpería.

Era una historia alucinada. Resultó que los terrenos no habían sido baldíos desde siempre, sino que medio siglo antes habían estado ocupados por un avanzado sistema de distribución de agua potable. El sistema incluía tanques, tomas de agua en el río, bombas para elevar el agua, un laberinto de acueductos y los piletones de potabilización. Las familias patricias tenían en mente que aquel lugar había sido orgullo de la modernidad de la ciudad, y desde ese saber fue que vieron cómo los bárbaros bailaban chamamés borrachos dentro de las piletas.

La aristocracia local sufrió, además, a principio de los años 70, la afrenta del obispo Carlos Ponce de León, que inició una cruzada en favor de los villeros de Villa Pulmón. Asumiendo la Opción Preferencial por los Pobres del Concilio Vaticano II, promovió la conciencia social de sus sacerdotes, especialmente los más jóvenes, a consecuencia de lo cual se creó un grupo que elaboró el proyecto para urbanizar Villa Pulmón. El aluvión se institucionalizaría como un foco de infección junto al centro de las cuatro avenidas. Pero entonces los militares dieron el golpe de Estado de 1976 y la aristocracia nicoleña respondió el idealismo y la cruzada del obispo y sus jóvenes, haciendo que los militares lo asesinaran y luego erradicaran para siempre la maldita Villa Pulmón.

Pero las maldiciones son maldiciones porque vuelven. Años más tarde, restablecido el orden en la Iglesia Católica local, en medio de la hecatombe económica producida por la reducción brutal de la legendaria siderúrgica, apareció la Virgen María.

Rápidamente la Virgen del Rosario de San Nicolás se hizo famosa, llorando sangre y hablándole a una mujer, que fue ungida por los devotos primero y luego por la curia, en autorizada vocera. Entonces, personas de todo el país comenzaron a llegar a San Nicolás. 

Con horror, las familias tradicionales debieron asistir a la invasión de pobres, tullidos y miserables de aquellas mismas provincias de donde había llegado el aluvión zoológico.

Arribaban de a miles en micros que viajaban durante días y se estacionaban en toda la ciudad. Como la estatua de la Virgen estaba en la Catedral, en el centro de San Nicolás, la inundación penetró en el territorio sagrado de la aristocracia. 

Pero al fin la Virgen tuvo piedad y ordenó que le construyeran un santuario en otro lugar de la ciudad: en los terrenos de la Villa Pulmón.




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