domingo, 4 de abril de 2021

Jesús en la plaza Houssay

 Hay algunos detalles que diferencian a la plaza Houssay de otras.

Uno de ellos es que prevalece el cemento.

Otro, que tiene una iglesia enclavada en el centro.

Tiene un sótano —ocupado por un estacionamiento.

Tiene un patio de comidas en el nivel del subsuelo, que conecta con una estación de subte.

Está en medio de facultades de la Universidad de Buenos Aires, en un territorio liminar, que no es ni Once ni Barrio Norte, que no es exactamente un barrio donde viven familias ni una zona comercial, ni especial como Tribunales, o el casco histórico o la zona financiera.

No está enrejada.


Desde hace varios años, he notado que la plaza Houssay convoca tribus urbanas.

Describí esta situación hace una década. Y desde entonces he notado que cambian las tribus, pero la plaza sigue funcionando como espacio de encuentro de grupos identitarios singulares.


Al pragmático que este planteo pueda parecerle una hipótesis de alguien aficionado a las etnografías, que gusta de sentarse en un banco de la plaza, fumar una sustancia aún ilegal, contemplar el mundo alrededor e imaginar lo que no hay, ayer la realidad le habría dado un baldazo de agua fría.

Un grupo reclamaba su existencia fáctica nada menos que con una insignia: todos sus miembros tenían una remera blanca que decía “De Jesús - Academy”. 

Estaban en la canchita de fútbol, en la que sólo había un par de chicos y un papá con un nene jugando pacíficamente con una pelota.

Un muchacho dirigía el grupo, llamativamente heterogéneo. Había una chica muy bonita y muy maquillada, otra igual, pero con un cuerpo generoso en exceso, otro joven, una chica con síndrome de Down y dos chicas travesties.

Me pareció una composición excitante, al suponer que se trataba de una tribu católica —cosa a la que me inducía no sólo el nombre “Jesús”, sino que era el sábado santo.

Más intrigante me resultó que el líder comenzara a enseñarles cómo desfilar en una pasarela.

La realidad estaba burlándose de mi capacidad fabuladora. 

Mi amigo el ucraniano, con quien a veces compartimos vino en tetrabrik, observaba desde lejos, tan azorado como yo.

Unos muchachos paraguayos que hacían adornos con hojas verde de una palma estaban de lo más entusiasmados. 

La gente se acercó, les tomaba fotos con el celular cuando los estudiantes practicaban el desfile, con la instrucción impecable del líder, digámosle profesor, seguramente Jesús, que no solamente era formidable en su didáctica, sino que cuando hacía los movimientos para enseñar cómo debían moverse, resultaba hipnótico y conmovedor, y daban ganas de aplaudirlo.

Me causó gracia mi confusión inicial, de creer que eran un grupo cristiano, pero me fui pensando que enseñar algo que apasiona, en una plaza pública de un barrio desangelado, entre borrachos y curiosos, a personas que jamás llegarán a subirse al Reino de los Cielos de una pasarela, pero que tienen el deseo de algo que los trasciende, todo eso, pensé, Jesús lo miraría con una sonrisa.








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