En cada persona hay piedras preciosas.
Todos somos monstruos perfectos.
Si alguien descarta a una persona por completo, esa parte
que descarta no es una piedra preciosa.
Más le convendría que hubiera decidido su parte abierta a la
maravilla, su capacidad de encontrar en los demás las piedras preciosas, únicas
en el universo, las piedras que emiten vida.
Conviene hacer contacto con esas piedras. Conviene
observarlas.
Observarlas es como abrir la ventana un día de verano en el
momento en que recién sale el sol. La luz entra en la casa, llega hasta el
último rincón, la transforma por entero.
Conviene permitir que algo portentoso de otra persona te
llene de Dios.
Deponerte un instante y maravillarte.
Contemplar, comprender y dejarte encantar.
En algunas personas esas piedras están a la vista, incluso
te chocan, necesitás pasar por sobre el encandilamiento para poder apreciarlas.
En otras, en cambio, están escondidas, enterradas en la
tierra del centro de su planeta.
O simplemente no están expuestas; están detrás de la puerta.
Es la estupidez lo que impide saber que están en algún lado.
En general ni siquiera es necesario buscarlas. Basta tener
los ojos abiertos cuando se trata con alguien. Saber que en algún momento
aparecerán.
Ni siquiera es necesario activar la fe. Alcanza con poner a
un lado la propia necedad.
En todos hay piedras preciosas.




