lunes, 5 de mayo de 2025

Luisito cumplió 80

Mi tío Luisito siempre nos hizo felices a todos. A sus hermanos. A su amor, Teresita. A los personajes legendarios que encontraba por el camino y se le hacían irresistibles. Sobre todo a su madre y sobre todo a nosotros, sus sobrinos, los chicos.

Nos hizo felices haciéndonos reír con sus cosas que siempre le causaron tanta risa a él que no las podía contar.

Y nos hizo felices queriéndonos. 

Me cuesta escribir sobre él porque lo que me mueve a escribir es la tensión, la oscuridad, y cierta necesidad de maldad, de contar lo que no se puede contar, pero en mi tío Luisito todo es luminoso. Todo ha sido revelado desde siempre y esa luminosidad es parte de la felicidad que nos dio.

¿Qué voy a decir que no haya sido dicho mil veces? ¿Qué voy a contar de él que no lo sepamos todos demasiado?

Hace unos días cumplió 80 años y una comitiva de casi todos los parientes que aún quedan en la ciudad natal, San Nicolás, viajó en un ómnibus para darle una sorpresa. 

Fuimos en comparsa, literalmente, con bombos, cornetas y silbatos. Y algunos llevaban colgados del cuello unos carteles grandes con palabras claves de los cuentos que nos contó desde chicos, es decir durante más de medio siglo. 

Siempre los mismos cuentos, unos pocos, pero él se divierte tanto contándolos y eso nos seduce tanto y lo amamos porque es tan divino que queremos que nos cuente otra vez del croto que se había hecho un cobertizo al lado del arroyo, puso la cabeza de una muñeca arriba de un palo delante del cobertizo y la saludaba cada vez que la veía. O de cuando quiso con sus hermanos curar del susto a un caballo asustadizo de su padre y se le acercaron de noche abajo de una lona gigante y empezaron de golpe a sacudirla como locos, y el caballo casi muerto del espanto se arrancó de donde estaba atado y huyó desbocado, y su padre tuvo que ir a encontrarlo a otro pueblo.

Uno piensa que Luisito, el más chico de 15 hijos, el más lindo y el más alegre, hacía reír a su mamá, veía que ella era feliz, y así aprendió que él mismo era feliz haciendo feliz a los demás con sus locuras. 

Pero sus locuras no son posadas, sino que él las siente adentro y le dan de vivir aunque no las cuente. Ama a los caballos con un amor para sí mismo, y ve en ellos algo que disfruta muchísimo, y aún con toda su capacidad para contar, no puede llegar a transmitir todo lo que tienen los caballos que hace que los quiera tanto. Dice que son inteligentes, que hacen con uno una relación más fuerte que los perros y dice otras cosas, pero él siente más de lo que puede decir, y es eso que resulta fascinante y entrañable de él.

Ama a los chicos igual que a los caballos. Es feliz con la felicidad de los chicos. Establece una relación muy íntima con los chicos, que le permite ser chico a él. Se ríe de lo que se ríen los chicos, se sale del mundo de los adultos para entenderles sus mundos, para ser chico él. Yo tenía tres años cuando me llevaba de San Nicolás a Rosario, donde él vivía con su madre. Era un muchacho de 20 años, y en esa época, más que ahora, pero también ahora, era muy raro que un pibe de 20 años quisiera tanto a un sobrino tan chiquito. Yo recuerdo cada momento con un amor pleno. En su cumpleaños, 60 años después, todavía me habla de esos momentos con asombro, “era así (con la mano señala una altura muy cerca del piso), y subimos al micro, te sacaste el sobretodo y me dijiste ponelo allá arriba”. Aún está admirado de que a esa edad yo fuera tan resuelto y supiera qué hacer con las cosas. Y me dice: “era muy chiquito, pero muy chiquito, y te quedabas una semana en Rosario y nada de extrañar, ni de pedir por tu mamá”.

Una vez me llevó al circo. En un momento de la función se armaba un escenario en un costado, en una pared de la carpa, y toda la gente tenía que correr desde el entorno de la pista redonda donde había visto los payasos y los trapecistas, cada uno con su silla. A mi tío le encantó que tuviéramos que llevar la silla, le gustaba la mezcla de alegría y pobreza, y desde entonces recuerda, riéndose, como la gente corría llevando con las dos manos la silla contra el culo. 

Hay una foto en que Luisito adolescente me tiene en lo alto, parado sobre una mano suya. Sigue sin entender cómo yo hacía equilibrio, con 10 meses de edad, y no le tenía miedo a la altura.

Mis primas lo adoran sin límites. Tuvieron una dicha infinita de hacerle el cumpleaños sorpresa y le pidieron por favor que contara cada una de las anécdotas. A sus hijos los crió con ese amor que tiene por los caballos, por los perritos, por los pájaros. Todos le corresponden. Los perros lo siguen con desesperación, todas las cotorras le hablan, sus hijos han tenido unas vidas en las que desplegaron todo lo que son. Todos sentimos que le interesamos en su interior, y en ese interior nos quiere. 

Le interesan las cosas de verdad. Aquel croto era uno de una colección de crotos que vivían debajo del puente de la ruta 9 sobre el Arroyo del Medio. Mis abuelos vivían en una casa cerca del puente. Luisito y sus hermanos estaban interesadísimos en los crotos. Uno vivía de mandarinas que hervía, otro murió allí, otro los ponía nerviosos porque cuando pescaba no tiraba para arriba cuando un pez mordía la carnada y se llevaba el anzuelo, sino que levantaba tarde, cuando el pez ya se había devorado la carnada. 

Luego toda su vida Luisito fue dando con personajes que le resultaban irresistibles, y se fue haciendo amigo de ellos y los hizo reír como hacía con aquellos crotos de abajo del puente cuando él tenía cinco años.

“Mirá vos”, dice siempre.

“Mirá vos”, y se queda pensando. Luego cuenta lo que vio. 

Una vez me habló de un pez, el patí. “Son hermosos. Tienen la panza celestita, y cuando los pescás, no pelean. Recogés la línea y no te das cuenta de que lo traés, sólo te das cuenta cuando está por llegar y sale a la superficie. Pero no coletea, no se resiste. Se entrega, pobrecito”. 

Mi tío Luisito tampoco anda buscando pelea, pero no se entrega. Las cosas que le gustan y lo hacen feliz lo hacen demasiado feliz para no estar abrazado a la vida como un loco. En el cumpleaños sorpresa tenía frente a sí una enorme torta, con una enorme vela, y más allá de la torta tenía a todos sus sobrinos y sobrinos nietos cantándole, gritándole con entusiasmo agradecido, el feliz cumpleaños, y él bailándolo, pero cuando terminaron y tuvo que soplar la enorme vela, no la sopló.

Yo estaba al lado de él y me dijo: “que la sople otro”, y yo largué la carcajada y lo adoré.

Como siempre. Como todos.




  

  

  


  







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