Es un morocho magro, de líneas rectas. Es recio y orgulloso y tiene un atractivo que hace que uno no pueda dejar de mirarlo.
Está sucio. Ha andado, ha trabajado, han pasado varios días
y no se ha lavado, ni cambiado de ropa. No tiene dónde. Hace mucho tiempo que
vive en cualquier lugar. A veces vende medias, o pañuelos descartables, o
alfajores. A veces consigue una changa de un rato, lava un auto, limpia un
jardín, ayuda a descargar un camión. Alguien de una pizzería le da una porción de
pizza que dejó un cliente o va a la noche adonde los de la iglesia reparten
comida. No tiene más de 40 años.
Está sentado en una vereda. Tal vez termine durmiendo allí. Tiene
un perrito sobre el regazo. Un cachorro. Me advierte que es inteligente. Le
digo que va a ser guardián y él lo observa. Le digo “mirá cómo me mira, me
vigila”. No sonríe mostrando ternura por el cachorrito. Le digo que parece cómodo:
“este sí que la pasa bien, no tiene que trabajar, le dan de comer, lo tratan
bien, duerme”, y me responde que no está siempre encima de él, que sabe
caminar. Que camina mucho. Que no es ningún vago. Que siempre está al lado de
él, y que no necesita correa. Me habla con seriedad.
En ningún momento me pide nada, ni me mira a los ojos. Con
los dedos ennegrecidos le agarra al cachorro la patita con mucha delicadeza y
hace silencio. No quiere hablar más.

Aparte de política de estado y además o primero debe haber alguien que te ame y te nombré...que te quiera cuidar
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