sábado, 6 de julio de 2019

El tiempo necesario



Mi tía Irma, la soltera, era supervisora de enfermería en el hospital de San Nicolás.
Era una mujer dura. Desde chica fue curtida por una vida que no la consintió en nada.
En el hospital las demás enfermeras, los administrativos e incluso los médicos, la respetaban hasta el temor. Era difícil no obedecerle. A todos trataba de usted.
Era una mujer entera y blindada. Era perfectamente responsable y seguía las reglas, de la ética, del trabajo y del trato con las personas. Hacía lo que correspondía de modo implacable y obligaba a los demás a hacer lo correcto.
Los pacientes también le temían, pero ella hacía que cada uno fuera atendido de modo cabal. Todos sentían una sólida seguridad cuando ella estaba; en algunos generaba una fuerte estima. Hubo quienes la admiraron y le estuvieron agradecidos toda la vida.
No era dada a perder el tiempo charlando. Sin embargo, fuera de las horas de trabajo, a veces hablábamos. Yo era su ahijado y nos teníamos un cariño muy profundo.
Hablábamos de temas muy personales. Un día hablamos de cómo estaba cambiando el modelo de mujer, y le pregunté cómo vivía ella ser tan independiente, en contraste con las mujeres de su edad, que estaban recluidas a una vida en sus casas, atendiendo al marido y criando hijos.
“No hubiera podido vivir esa vida”, me dijo.
“¿Pero no te sentís sola, sin nietos que jueguen en tu casa?”
“Y sí, muchas veces me siento sola. Pero en el hospital no hay lugar para sentirte esto o aquello”.
El hospital, que era donde se atendía a toda la ciudad, era vasto. Ocupaba casi una hectárea, en la que se extendían salas interminables, pobladas por una sucesión de camas como si fuera una fábrica, y también había salas más chicas, de terapia intensiva y otras. No sé cuántos pacientes había, pero eran una multitud. Antes de terminar su turno, mi tía Irma visitaba paciente por paciente. Revisaba la condición en la que estaba, verificaba junto a las enfermeras de la sala si le habían administrado la medicación que tenía recetada, si le iban a hacer el tratamiento que estaba programado.
Finalmente, hablaba con el paciente, y eventualmente con la persona que lo estaba acompañando. En algunos casos, mientras hablaba con un paciente, le sostenía la mano.
Así, uno por uno.
Con cada uno se quedaba el tiempo necesario.
Si algo no estaba bien, se ocupaba de corregirlo, y no se retiraba hasta que se el tema se solucionara. Muchas veces se iba a su casa, en su pequeño Gordini que había comprado hacía muchos años, dos o tres horas después de terminado el turno.
Y cuando llegaba a su casa, quizás sí se sintiera sola.
Pero su misión estaba cumplida.









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