domingo, 28 de julio de 2019

Sacrificio



Por deporte de pueblo, por machitos —también deporte de pueblo—, íbamos a cazar al bañado.
Una vez tumbé una gallareta y cuando la encontré se estaba revolviendo desesperada aleteando como si le estuvieran prendiendo fuego los hijos, pataleando sin coordinación y abriendo el pico como si gritara, pero no emitía ningún sonido. Giraba en el agua playa y se enredaba con la vegetación, y miraba la nada con unos ojos enajenados de animal mecánico. Estaba cerca de la muerte, pero no acababa de morirse. No soporté la escena. Podía haberla agarrado nada más y metido en la bolsa, pero le apunté a la cabeza y le disparé para terminar su suplicio. Le volé el maravilloso pico rojo entreabierto, se sacudió un poco más y al fin se quedó quieta.
Juré nunca más matar un ser vivo.
Algunos años después, cuando pasé una temporada en un asentamiento junto al río Bermejo, mi amigo de allí, un viejo que me llamaba “mi nieto” me llevaba a cazar vizcachas. Para él cazar era algo serio. Había muchas vizcachas, pero cuando tenía dos o tres, volvíamos. El primer día me dio la carabina. Mi primer tiro fue alto. No conocía la mira. Disparé bajo el segundo, para entenderla. Entonces el viejo me quitó la carabina de las manos. “Un tiro”, me dijo bajito. Estaba serio. Entonces tiró él. Con cada tiro mató una vizcacha. “Un tiro para cada vizcacha”, comprendí. Yo era su “nieto” porque le había llevado de regalo una caja de balas.
Cazar con él no me hizo mal. Era parte de la convivencia.
Nunca más anduve matando animales.
Quizás ya no puedo matar a sangre fría un pescado. De ningún modo podría matar una vaca. Matar un cordero sería un asesinato inmundo. Y desde hace un tiempo no me puedo sacar de la cabeza que un chancho es una animal humano. Más aún, me trastorna la idea de matar un pulpo, al que también he descubierto algo raro.

Raro en el sentido de aquello que tiene un ser al que se asesina. Lo que convierte el matar en un asesinato es eso raro que tiene la criatura.

Salgamos de acá un momento. A muchas personas les resulta hartamente desagradable el modo de tomar café como si el café fuera cualquier cosa.
Esas personas han pasado por la experiencia de sentir que el café es algo muy especial. Algo tan delicioso, tan sofisticado, de lo que sienten que ha de tomarse apenas un pocillo. Es perfecto el café así. A la temperatura precisa, hecho de la manera exacta, con la cantidad de agua y la cantidad de café medidas. Un café hecho como un ritual. Cuando el café toque los labios, será algo casi milagroso.
Frente a ese prodigio, ver jarras de café recalentado que se vuelcan como agua servida en tazones de un cuarto litro y se beben sin prestarle atención, mientras se grita, se corre, se usa el celular, es algo obsceno.
Tan obsceno como los indios norteamericanos observaban el modo en que los hombres de hoy fuman. Uno de ellos dijo que “el tabaco sólo era fumado en rituales. Su humo era el indicio de la paz entre dos pueblos. Lo han prostituido, lo han convertido en una mercancía. Se fuma brutalmente, sin saber por qué. Sin llegar a sentir que el tabaco es algo sagrado. Sólo para que unos pocos se queden con montañas de dinero. Y entonces el tabaco se venga creándoles vicio y cáncer”.

Comemos animales criados como monstruos porque su única función es generar lucro. Nada importa su sabor, ni sus efectos sobre la salud, ni siquiera su valor alimenticio. Son igual que el café en jarra.
Igual que la rúcula, el jengibre, los arándanos producidos para el consumismo.
Pensar que el problema son los químicos que se usan para agigantarlos y que pasan a nuestros cuerpos como toxinas o como veneno genético, es perder el foco. Criarlos “orgánicamente” no soluciona el tema, porque el tema de fondo es el lucro (lo “orgánico” no es más que una remanida maniobra de mercadeo).
El asesinato es el capitalismo.
Aquel viejo no amaba las vizcachas. No pensaba que eran buenas o lindas; no eran sus mascotitas. Ni las criaba orgánicamente, ni siquiera pensaba si se podían extinguir o no. Sólo no las mataba industrialmente para obtener ganancia.
Quizás hubiera querido obtener lucro, pero no estaba enganchado del todo con la economía capitalista.

Si comiéramos a los animales como los indios norteamericanos fumaban el tabaco, no los asesinaríamos.
Los sacrificaríamos, comprendiendo que son el milagro supremo, la vida.














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