Los lugares son donde suceden cosas.
O donde se habita otra realidad.
O el escenario donde se escribe.
Ligeras anotaciones que hace Gustavo Ng de asuntos que piensa o encuentra escritos en libros mientras va en colectivo y luego comenta con tal o cual persona.
Los lugares son donde suceden cosas.
O donde se habita otra realidad.
O el escenario donde se escribe.
Yo me siento peronista trucho.
Peronista de utilería.
Peronistista.
Sólo siento como muy propio a Cooke. Soy aspirante a peronista.
Como los pibes que ven a los grandes jugar al fútbol en la cancha.
Digo que soy peronista, pero en el fondo me da vergüenza. Es como que me hago el peronista. No lo merezco.
Tengo una admiración fascinada por ustedes los peronistas, por Leonardo Favio, por el Canca Gullo, por Antonio Magaldi, el primo de mi mamá.
Por todos esos que nunca eligieron ser peronistas, nada más lo fueron, a pesar de ellos. Los que eran peronistas y no querían saber nada de la política.
Por mi tía Rosita que no sabe nada ni de Alberto, ni de Máximo, ni de Kici, pero en su casa de Maryland tiene una foto de su Evita amada.
En el colectivo veo a una chiquilina que recién ha empezado la Universidad. Va con una caja de librería muy nueva y vestida como para el primer día de algo.
En el asiento frente a ella está una mujer con un bebé. La chica mira al bebé con un brillo en los ojos, y sobre todo con un aplomo y una madurez que un hombre solo conseguiría, si acaso, pasados los 50.
Algún escritor reconocerá esto: se empieza a escribir, se encuentra la punta de un hilo, se tira de ella y va apareciendo algo que al escritor le resulta atrapante y ajeno —no es su invención ni su creación—, y que demanda, de un modo indolente, ser escrito.
Eso, que no estaba antes en el mundo, resulta una verdad.
Mi observación sobre la chica del colectivo que miraba al bebé es un modo de repasar lo que escribió Gabriel García Márquez en Cien años de soledad sobre aquella niña que fue mamá a los nueve años, pasando en nueve meses de ser una chiquilla que mojaba la cama a una plena mujer.
Es común entre los hombres la preferencia por las jóvenes.
¿Qué mira el hombre en una mujer? Lo excita la lozanía de su cuerpo, la tersura, la energía, pero incapaz como es de ver más adentro de la mujer, no tiene el mínimo sentido de cuál es la madurez que la mujer tiene adentro. Es una dimensión que el hombre no conoce —pero que sí le fue concedido apreciar a García Márquez, como premio a su trabajo de escribir sin descanso.
Hay uno que conozco que éramos compañeros de la universidad
Era de Franja Morada
Estaba bien ser de Franja Morada
Entramos en la universidad en el 83
Estaba bien ser de Franja Morada, estaba mejor ser de izquierda y no estaba tan bien ser peronista
Pero cuando llegó Kirchner, al principio no tanto, pero después se empezó a hacer kirnerista cada vez más
Consiguió un cargo en el INCAA y ahí se hizo kirnerista del todo
Y entonces se hizo peronista
Fanático
Iba al Perón Perón, hacía la V con los dedos en las fotos, en su cumpleaños le cantaban el feliz cumpleaños con la marcha
Peronista de culto
Culto peronista
Todos los stickers de Perón en whastapp
Ahora me parece que se le va pasando el culto
Quiere que Kicillof sea presidente
No dice que no es peronista
Pero no dice más que es peronista
Vaya a saber lo que va a pasar en la Argentina
Siempre escribo en cuadernos.
—Bueno, no sólo en cuadernos. También escribo en el celular, en la MacBook, en mi PC de escritorio.
— Y bueno (otra vez), no siempre: siempre sólo en los intersticios. Cuando viajo en ómnibus, avión, tren o ferry; cuando espero en un consultorio o en cualquier fila; en un café en otra ciudad; en un parque o una iglesia que encuentro cuando camino hacia algún lugar; en cualquier reunión por zoom. En fin, cuando paso de un lado a otro.
Una tarde iba en un subte de Nueva York, línea D, la anaranjada, que estaba muy lleno y escribir parado y apretado era sumamente incómodo, pero es exactamente el tipo de escenas que me exprimen haciendo brotar de mí ocurrencias que me urgen a que las escriba, de un modo tan acuciante que no tengo voluntad contra ellas.
De manera que saqué mi cuaderno de la mochila y me puse a inscribir.
Al rato noté que una adolescente, de 16 o 17 años, me observaba con un interés tan vivaz como si yo fuera una mezcla de pulpo con tortuga, o como si tuviera ojos de cabra, o si un manojo de ardillas jugara en mi cabeza.
Estaba fascinada porque un fulano escribía a mano en un cuaderno, y esa fascinación le producía una sonrisa, bastante hermosa.
Le comentó de mí y me señaló a un chico y otra chica que estaban con ella. Sus amigos me echaron un vistazo con algo de interés y luego siguieron con lo suyo, pero la chica quedó fija en mí.
Quizás pensaba que yo era un afgano, un uzbeko o un mongol sin civilizar. De hecho, me creo un sudamericano sin civilizar. (Ella tampoco parecía muy civilizada).
No se atrevió a tomarme una foto con el celular, pero le hice el día.
Con todo lo que nos critican los que sienten asco por el peronismo, desde los oligarcas y los sirvientes de los oligarcas hasta la izquierda esclarecida que mira a Europa, no hace falta nuestra autocrítica.
Nos piden que hagamos una autocrítica para tratar de rebajarnos, humillarnos, someternos, “civilizarnos”.
Nos piden que hagamos una autocrítica como modo de insultarnos.
Quienes fueron de los primeros en putear contra el gobierno de Alberto y Cristina —en ocasión de lo que sucedió con Vicentín—, recibieron amonestaciones de algunos compañeros.
Sin embargo, hoy sostienen que el gobierno de Alberto y Cristina fue mucho mejor para toda la sociedad, es decir, para la sociedad que incluye a todos los argentinos, que el gobierno de Macri y que este gobierno de Milei.
No confundan que hagamos autocrítica con que digamos lo que la inquisición gorila quiere que digamos.
Que no "confesemos" lo que quieren que digamos y que en este momento estemos completamente desbaratados no significa que perdamos la lucidez.
Autocrítica, todas las que quieran, pero comernos el asco contra nosotros, nunca.
Y confusión, menos.
“Tener razón en una discusión es descortés, mezquino y cruel”, dijo el anciano caballero escritor.
1. Hay cosas que se aprenden para siempre. Nadar. Andar en bicicleta.
La conciencia, en cambio, igual que un músculo, igual que hacer cuentas mentalmente o hablar un idioma, si no se ejercita, se atrofia.
Al contrario, puede desarrollarse, hacerse más aguda, más sabia, más atenta.
Hay sociedades y hay personas para quien es la conciencia no tiene ningún valor.
Viven toda su vida sin tomar conciencia de nada y pensando que tomar conciencia de algo es perder el tiempo.
Si quieres ser feliz
Como me dices
No analices
No analices
Tiendo a condenar a esas personas, porque creo que la conciencia es indispensable para conocer, y conocer es indispensable para tomar buenas decisiones, y las buenas decisiones son indispensables para una mejor vida.
(Eso, además de que tomar conciencia me resulta muy placentero).
Pero quizás hay otras formas de conseguir una mejor vida.
Es importante concebir que hay diversas e insospechadas maneras que tienen los países del Tercer Mundo para algún día llegar a vivir mejor.
Todo ese mundo que en parte ha escapado de la forja violenta y bestial de los hispanos y bárbaros anglosajones, desde los chinos hasta los zulúes, desde los mayas hasta los inuit, tiene sus maneras de ser feliz —que pueden incluir la consciencia o no.
2. No concurro a los bailes.
Si voy a una fiesta y en la fiesta se baila, me da vergüenza bailar, porque quedo muy feo bailando cualquier otra danza que no sea el haka de los rugbiers neozelandeses o la danza de los hombres andinos, en las que se valora la espalda gigante, el cuello ancho como la cabeza, las piernas muy cortas y los movimientos de macho, torpes, tiesos, de guerreros de piedra, que dan golpes tremendos al piso con los pies en cada paso como si pesaran 300 kilos.
De modo que soy de lo que se mantienen en las fiestas a un lado, parado con un vaso en la mano apoyado contra la panza, mirando a los gráciles y alegres bailarines que disfrutan y fluyen con la música.
Esto es lo que pasó anoche. Mientras estaba feliz viendo contento a mi amigo el que cumplía años, me puse observar a los bailarines.
Algunos bailaban tan mal como yo, y otros bailaban muy bien. Una chica jovencita y un muchacho treintañero, en verdad bailaban de una forma irresistible. No podía dejar de mirárselos.
Me vino a la conciencia algo que había olvidado hacía mucho tiempo: que una parte de las personas es seducida por otra por la manera en que baila.
Recordé que una persona puede enamorarse de otra por cómo la otra baila.
Y pensé en tantas personas que pasan el día sentados ante una pantalla. Pensé en los chicos que se juntan a jugar juegos en red cada uno con su computadora.
Seguramente deben hacer otras cosas.
Seguramente bailan.
En el próximo cumpleaños en el que se baile, liberaré mi consciencia un rato, la dejaré que se vaya por ahí y haga sus cosas, con Heidegger o con Jesucristo, y me meteré a bailar como un macho andino de 300 kilos.
Laurita es tan sagaz que se da cuenta, por la manera que un tipo viste un traje o un saco, si se lo ha puesto para la ocasión o si es su ropa natural. Y si es la ropa que lleva siempre, se da cuenta si lo viste como ropa de trabajo o por la vida que lleva, o por el ámbito al que pertenece o si lo viste porque expresa su personalidad.
Hago 10, 15 actividades cada día.
Con ellas escribo una lista en la agenda diaria.
También en la agenda semanal.
(Soy de esa gente que necesita calendario. El calendario —los calendarios— es un toc. Si no marco en el calendario —los calendarios— lo que tengo que hacer, no lo hago, porque mi memoria sólo registra algunas anécdotas de Jesucristo, algunas jugadas de Zidane y de Riquelme , las voces de mis hijos y algo que leí anoche escrito por Marguerite Duras).
Mis muchas actividades están prolijamente escritas a mano en los calendarios del día y de la semana, pero en cambio, sólo muy pocas son las que asiento en el calendario anual.
¿Cuáles? Las que me parecen excepcionales.
Y me parecen excepcionales por singulares.
De alguna manera, de ellas brota el sentido que alimentan todas las otras.
Lo quiero matar a Hernán cada vez que veo que encarna la voz de su padre y despotrica porque su mujer es “una loca”, está seguro de que lo va a cagar, “todas las minas son iguales”, fuma porro, “hace lo que quiere”.
Lo quiero matar. Luego me viene a la cabeza la imagen de Hernán de cinco años abrazado a su papá, mi hermano Mauricio, con todas sus fuerzas porque lo quiere tanto tanto tanto que a nada quiere más en el mundo y Mauricio también, lo quiere a Hernán más que a su mujer, más que a sus hermanos y sus padres. Mauri pescó una corvina enorme y Hernán está loco de alegría y de orgullo, y Mauricio se ríe y las lágrimas le nublan la vista.
Hay muchas novelas de Kurt Vonnegut que son la mejor novela de Kurt Vonnegut.
Por ejemplo, Barbazul.
Rabo Rabekian es un armenio que el genocidio de los turcos arrojó a Estados Unidos —como a tantos otros, a Estados Unidos y a Argentina.
Se hizo pintor, tuvo mucho éxito como neoexpresionista, pero nunca perdió el sufrimiento por lo que le pasó a su gente.
Un día conoció en la playa a una viuda, Circe Berman, quien como judía también provenía de una tragedia.
A modo de saludo, ella le ordenó:
— Contame cómo murieron tus padres.
Brutalidad.
Me alivia tanto, tanto.