En el vagón del subte, observo a la gente que está sentada delante de mí.
A la extrema izquierda hay un tipo de mi edad. Zapatillas, jeans y remera. En todo eso nos parecemos. Pero usa una gorra. Si usa esa gorra, no somos la misma gente.
Junto a él hay una chica sub40. Está leyendo un libro en papel. Eso me gusta y me resulta familiar, pero toda su ropa es nueva. Con esa ropa tan nueva y tan jovencita, no somos la misma gente.
Al lado hay un matrimonio, también de mi edad. El tipo tiene unas expresiones que puedo leer fácilmente. Pero están muy acomodados en la vida, establecidos para siempre. Algo tan ajeno a mí.
Luego hay una señora, no vieja, pero grande. Parece estar trabajando. Claramente es una profesional. Tiene una cara de amarga tremenda. Tampoco formaría parte de mi barra.
Al costado hay un nene, de 19 o 20 años. Los jóvenes son la mejor gente, pero sólo puedo tener un trato eventual con ellos.
A mi costado tengo dos chicas. Tienen las uñas esculpidas. Hablan rapidísimo… Paraguayas.
Al otro lado tengo un tipo joven. El corte de pelo, la cara bronceada, el pilotín, todo lo pinta concheto homogeneizado. De otro mundo.
Está eso de la tribu.
Somos nosotros, los demás son otros. No nos mezclamos.
Somos los Pérez Amuchástegui.
Somos los Passini, los Jiterman, los Saravia.
No estoy diciendo que es malo, sólo que ocurre.
Cuando viven en otros países, los chinos se casan con chinos.
En Estados Unidos los blancos anglosajones protestantes se casan con blancos anglosajones protestantes.
Las modelos se casan con polistas.
Cuando tenía 14 años me enamoré con toda mi alma de una chica de otra ciudad porque éramos tan parecidos, pensábamos tan lo mismo, sentíamos tan lo mismo, que ella era más cercana que una prima.
Cuando tenía 33 y me había casado, llegó adonde yo vivía en las montañas Lola. Habíamos tenido un amorío pasajero muchos años antes, cuando cursábamos en la universidad, pero lo que tuvimos antes y después del amorío era una relación especial. Por algún motivo nos pertenecíamos. Era algo que estaba más allá de nosotros. Incluso estaba más allá de la posibilidad de que hiciéramos pareja —no seguimos de novios porque no nos soportábamos. Nunca se lo dije, pero yo pensaba en algo que una vez me dijo un cura, que cuando las personas se casan ante Dios, atan algo que luego no está a su alcance y ya no pueden desatar nunca. “Que el hombre no desate lo que Dios ha atado”. No necesité decírselo a Lola porque ella, no siendo católica, siendo judía descendiente de rusos y no compartir ningún origen conmigo, me dijo: “¿por qué te casaste con esta mujer? ¿Porque es la más linda del pueblo? Sí, te casaste con la más linda del pueblo, ¿y ahora qué? ¡¿Y ahora qué?!¿No sabés que yo sólo hubiera tenido hijos con vos?” La odié cuando me dijo esto, me enfurecí con Lola, le pedí que se fuera. Pero sabía que tenía razón. Tenía toda la razón.
No sé de qué está hecha la pertenencia, pero es un tema que no es posible ignorar.

Hermosa historia, poética y trágica como la lucha entre deseo y destino. No puedo ver tantas diferencias con las personas humanas, siempre las escucho y siento tan similares, tan fotocopiados... hasta que logran explicarse y brotar, únicos, como en un sueño perdido que no se puede retomar. ¡Gracias!
ResponderEliminar🤔 Es importante lo que escribiste, pero no se me ocurre nada para decirte, salvo eso: es importante.
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