Cuando yo era adolescente estaba de moda el libro "Escoge la vida", que registraba la charla entre Arnold Toynbee y Daisaku Ikeda. Me parecieron dos malos filósofos, lo que ya era evidente en la onda autoayuda del título.
Ahora pienso que era imposible que en la adolescencia ese título me pareciera otra cosa que una basura, porque cuando uno es joven es eterno, y para comprender "escoge la vida" hay que tener otra opción, que dicotómicamente es la muerte. Sólo cuando se está frente a la muerte uno puede pensar en escoger la vida.
Estos días mi amiga tuvo que despedir de la vida a su perro. Como todo perro, él no era consciente de que se iba a morir, pero lo sabía como saben los animales. Como saben que algo les causará dolor, es peligroso, o apetitoso o lo que sea.
Cuando se enfermó tuvo mucho miedo porque sentía la muerte adentro, y entonces decidió resignarse. Hasta entonces yo lo creía un animal vencido. Que lo habían humillado hasta anularlo. De hecho, lo habían capado. Sin embargo, una vez pasamos dos días en un lugar donde había otro perro, más chico y muy sexópata, que todo el tiempo quería sodomizar al perro de mi amiga. Él lo dejaba hacer, con esa sumisión penosa que le habían forjado. Yo lo echaba al otro, pero él ni le gruñía. Así todo el tiempo que estuvimos. El chiquito era insoportable y el de mi amiga lo toleraba, lo soportaba, lo aguantaba, hasta en un momento en el que el chiquito hizo algo que lo sacó. De un instante a otro se convirtió en una fiera imparable, la atenazó el cogote con su boca feroz de dientes gigantes y lo zamarreaba con una violencia asesina. Empezaron a revolcarse mientras echaban sangre y así fueron a parar a un arroyo, y aunque estaban medio sumergidos, seguía apretándole el cuello. Me costó mucho hacer que soltara al chiquito.
Luego volvió a su aplacamiento perfecto.
Y así asumió su enfermedad. Sin lloriqueos ni desesperación. No pedía ayuda ni se deprimía. Yo, que soy una marica y hago un drama del mínimo malestar, lo admiré con todo mi asombro, casi desconcertado. Era mi héroe. Un varón estoico. Sobre todo, un sabio. Sólo un sabio con un espíritu de valor impecable es capaz de permanecer calmo cuando ve venir su muerte. Y la anécdota del perrito sexópata me convenció de que esa entereza era una decisión suya.
Su dueña, desmoronada de tristeza como está ahora, extraña sobre todo su alegría. La alegría con que la recibía, la alegría con que la despertaba a la mañana, la alegría con que le agradecía cada cosa, una caricia, una palabra, una mirada. Tan alegre sólo porque ella era su amiga. Una alegría humilde, obediente, tranquila y pura. Absolutamente pura.
Pienso que así como decidió aceptar que habría de morir, también decidió estar alegre. Entre muchos estados de ánimo posibles, enfermo, ya muy maltrecho, elegía estar alegre.
En la recta final de mi vida, recuerdo aquel libro y pienso que es posible escoger la alegría.
Ese perro, aún padeciendo algo muy malo, vivía momentos de una alegría eterna.

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