La belleza puede no notarse que es belleza.
Puede sentirse de modo que uno no se de cuenta.
A veces la belleza chorrea, da alaridos, está tapada de
etiquetas que dicen “BELLEZA”, está envuelta en papel de celofán y violetas.
Cuando se hace patente es porque ha aparecido el ego y ha
tomado control de la declamación de la belleza.
La belleza es mejor cuando conmueve sin que se sepa que
conmueve.
Uno no sabe por qué ha cambiado de humor.
Ricardo Piglia dijo que el cuento moderno ofrece dos
historias y para esto recurre a la decisión de Hemingway no de contar nunca lo
más importante. “La historia secreta se construye con lo no dicho, con el
sobreentendido y la alusión”, explicaba. Esa historia gravitaba en la
entrelínea.
Mucho antes, Erik Satie había propuesto que los músicos se
instalaran a tocar ocultos junto a una vereda, en un parque o en una galería
comercial. Que tocaran de un modo tan sutil que quien pasara cerca no se diera
cuenta de que había música, como si la música proviniera de un lugar lejano o
de un departamento anónimo, dentro del cual alguien tocaba un chelo, un arpa o
una armónica. El peatón atravesaba la música sin saberlo; la música penetraba
en él y alteraba sus moléculas, y unos metros más adelante su corazón se
tranquilizaba o sus pensamientos oscuros se disolvían, o una emoción nueva nacía
en él, desconocida, que lo hacía sentirse extraño.

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