Francisco vivía solo en un campo a unos kilómetros de Carlos Casares. Lo había heredado de su familia. Hacía más de 20 años que se había separado de su segunda esposa y no había vuelto a hacer pareja. Sus hijos no iban a visitarlo; el campo quedaba lejos. Tenía algunos perros, y hacía una familia con ellos, naturalmente —no es posible que uno no haga familia donde hay perros—, pero a quienes realmente consideraba la gente con la que vivía eran los árboles que estaban alrededor de la casa.
Serían 30 o 40 árboles. Eucaliptos, lapachos, jacarandás, sauces, un roble, un nogal oscuro, una higuera muy generosa, varias tipas, algunos naranjos. No les puso nombres, pero eran personas. Cada uno tenía su temperamento, su historia, sus fortalezas. Sus achaques, sus mañas, sus estados de ánimo. Su voluntad. Con cada uno tenía una relación particular. Los naranjos eran tres hermanos, y trataba con los tres juntos. El roble era el verdadero patriarca; entre los demás árboles. él era uno entre sus súbditos. Un eucalipto, joven y alto, era una mujer, bastante locuaz, siempre fresca y dispuesta. Con una casuarina se entendían sin hablarse. El jacarandá siempre estaba alborotado y era feliz con las tormentas. Francisco sabía todo de cada árbol.
Les pidió a los hijos que cuando muriera lo enterraran entre ellos. Y así lo hicieron.

Cuanto amor ❤️
ResponderEliminarFamilia con ellos, naturalmente. Perros y árboles. Sí sí.
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