lunes, 27 de febrero de 2012

Ópera Wu

Función de la Ópera Wu de Zheijiang, el 25 de febrero en el Teatro 25 de Mayo, en el barrio de Urquiza, Buenos Aires. Puede leerse una crónica en Dang Dai.




EL PALANQUIN NUPCIAL

EL PALANQUIN NUPCIAL


TOCANDO EL XIAO













EL HADA ESPARCE LAS FLORES



EL HADA ESPARCE LAS FLORES




SAN CHA KOU















EL PUENTE ROTO, historia de amor.




EL ENCANTO DE TAMBORES





EL HADO DE LAS MÁSCARAS







EL DRAGÓN DE LAS NUEVES PARTES


EL DRAGÓN DE LAS NUEVES PARTES



domingo, 26 de febrero de 2012

Gente que canta

Admiro, me enamoran, envidio, quiero ser como aquellos que cantan juntos sin vergüenza, y por eso cantaron toda la vida y tienen sus temas que siempre cantan.
Esta escena es de la película Beautiful girls, que me hizo ver Pablo Makovsky -con quien no cantamos ni Aurora.



Y este es el original:

martes, 21 de febrero de 2012

La World Wide Web frente a aquel pálido recuerdo


Vi la película sobre cuatro corredores que se preparaban para una maratón cuando cursaba segundo o tercer año del Colegio Industrial ENET Nº1 de San Nicolás, en 1977 ó 1978. La vi en blanco y negro, en el único televisor que había en mi casa. Recuerdo que fue después de la medianoche. Mi madre trabajaba en “cuatro turnos”, lo que significaba que faltaba algunas noches cada mes y mi hermana y yo quedábamos solos. Y claramente me interesaba más la tele que la escuela y las películas que la ingeniería.
La película comenzaba centrándose en el corredor inglés, quien había descubierto su vocación cuando era repartidor de leche. Tenía un preparador que lo tenía zumbando. Esa historia ya alcanzaba; las de los otros tres corredores me resultaron complementarias y casi no las recuerdo —quizás me quedé dormido cuando la película las relató. En todo caso me desperté al final y se me formó una moraleja. Resultó que el inglés competía por ser el mejor, por superarse o por la exigencia de un sistema que obliga despiadadamente a la excelencia. Perdía.
Peor le fue a un corredor norteamericano, que tenía un físico superdotado pero recurría al típico despliegue desopilante que hacen los norteamericanos con tal de ganar. Se tomaba unas pastillas y se moría en la mitad de la carrera.
Mejor que a los dos le fue a un ruso, que corría porque el régimen lo obligaba a brindarse a su patria. Era un “hombre de hierro”, viejo e inquebrantable.
Y el que ganó fue un negro salvaje de África, que en la mitad de la carrera se sacó las zapatillas y las arrojó a un costado del camino. Ese corría por la dicha de correr.



Muchas veces pensé en esa película, que seguramente me quedé viendo para evitar estudiar matemática o física. Y nunca me cerró bien el esquema de las cuatro motivaciones. Era una moraleja que no entendía.
Y aún no me cierra.
De modo que ayer arrojé una botella al mar de facebook con este mensaje: “Estaba aquella película, creo que se llamaba Marathon Man, en la competían un norteamericano, un inglés, un ruso y un africano, el inglés para ser el mejor, el norteamericano para ganar, el africano por el gusto por correr y el ruso no sé. La vi hace 50 años, no recuerdo nada. ¿Alguien recuerda mejor? ¿Por qué corría el ruso?”
Rápidamente me corrigieron que Marathon Man era otra, una chica la recordó y alguien rememoró que “el norteamericano bebía agua hasta que se daba cuenta de que arriba, a unos metros sobre la corriente que descendía, el ruso estaba lavándose los pies”. Eso me motivó a recordar más fuerte. Escribí que “el norteamericano era ese chico rubio bonito, no recuerdo el nombre, que tuvo una hija bonita también. Me sale Peter O'Toole, pero no. Era un O'alguna cosa”, y entonces apareció un gran cybernavegante que aclaró todo: “Ryan O´Neal, padre de Tatum”, y a continuación puso el link a la ficha de la película en el sitio www.imdb.com
La película era The Games y fue dirigida por un inglés Michael Winner (!) en 1970. Voy al sitio y la sinopsis más completa de las tres que presenta es más escueta que mis recuerdos: “The story of four marathon runners and their preparations for the Olympics. One is a British runner with a highly demanding coach. Another is an American who participates even though it might kill him. Another is a Czech who competes for the glory of his country and the final runner is an Aborigionie who competes not only as a way of leaving his meager existence, but as a way of showing the plight of his people.”
Busco más. Nada. Rebusco y rebusco hasta que no aparece más que otra lacónica reseña, que apenas agrega: “Crawford is being driven to the breaking point by trainer Stanley Baker, O'Neal is suffering from a dangerous heart condition, Aznavour is past forty but obliged to compete by his government, and Compton is an Aborigine fighting a lifelong battle against prejudice”.
En fin, que no encuentro en la formidablemente infinita red información que corrija el recuerdo de un chico de 14 ó 15 años.
Una búsqueda profesional quizás me dé acceso a la película o a la novela que le dio origen. Pero me da un poquito de temor. Tantos años de pregunta en mi cabeza han hecho algo más o menos interesante y no me gustaría que la realidad me decepcionara.


Hacia el margen

Las villas miserias de las ciudades del Litoral (en Argentina el Litoral no es la costa marítima, sino la cuenca de los ríos Paraná y Uruguay) tienen un continuo entre las de otras grandes urbes, con casas fabricadas con cualquier desecho donde viven grupos familiares cuyos miembros trabajan en servicios y manguean, y ranchos típicos de las áreas rurales, hechos de barro, palos y paja, que albergan a familias que usan los servicios de la ciudad y venden allí los animales que producen y pescan.







Estos muchachos salieron a pescar unas cinco horas frente a San Nicolás. Trajeron bogas, sábalos y armados que atraparon con la red.






Llegaron al Club de Pescadores, donde vendieron varias piezas a los pescadores aficionados del feriado de carnaval. El resto lo llevaron a una pescadería. Un sábado de tres kilos lo cobraron 25 pesos.







Un pescador desenredaba los pescados de la red; el otro faenaba. A éste lo reconocí inmediatamente: era el remisero que nos había llevado el día anterior en un auto destartalado desde el Parador junto a la autopista en que nos dejó el ómnibus, hasta la Terminal en el centro de San Nicolás.










La bulimia salvará al Planeta

Programa de ecología. Venecia quedará bajo el agua en pocos años. "La solución está en manos de todos. Todos somos responsables de este Patrimonio de la Humanidad. Si entre todos hacemos algo, lograremos preservarlo".

Hay una proliferación descomunal de unas algas en el mar, en la boca de un río que recoge de los campos restos de fertilizantes. Nuevamente, "la solución está en nuestras manos". ¿Qué podemos hacer? "Podemos consumir productos orgánicos. Es tan simple: vas una góndola más allá en el supermercado y compras productos cultivados naturalmente. Pagarás más caro: ese es tu aporte. Un pequeño aporte de cada uno de nosotros y solucionaremos el problema de las algas verdes".

El ecologismo suplantó (suprimió, mató) los movimientos revolucionarios y antiimperialistas.  La solución ecologista no cuestiona, más bien afirma, el consumismo que fundamenta la economía capitalista, cuyo corolario ambiental es el desarreglo que los ecologistas intentan corregir.

Mi tía Patricia Wang es la presidenta de una fundación ecologista que lucha por la eliminación de los basureros en el Tercer Mundo promoviendo el reciclaje de residuos. Ahora bien, el sótano de su casa, su basement, se parece mucho al depósito de una tienda de ropas. Se anda por estrechos pasillos entre pilas de sacones, de cajas con zapatos y botas, de sombreros, de jeans, de carteras, de vestidos. ¿Qué es todo aquello? Mi tía sale de shopping continuamente, a veces más de una vez por día. La mayoría de las veces, entra y antes de quitarse el abrigo va hasta el contenedor de residuos y arroja allí todo lo que compró.




martes, 14 de febrero de 2012

Esa gente


Los corsos en San Nicolás aún se hacían en la calle Mitre, que era una de las dos calles pitucas del Centro. Los carnavales eran todavía fiestas de la sociedad tradicional; sin embargo, ya se anticipaba en ellos una creciente presencia de la negrada, compuesta de los provincianos que habían llegado a sustentar las fábricas que se implantaban en la zona. Como en otras ciudades, la inmigración que arribaba de áreas rurales y semirrurales se asentó en villas de emergencia. Eran el horror de las familias que habían mantenido San Nicolás pura durante dos siglos. Un horror que las fue acechando, cercando, invadiendo sus escuelas, sus balnearios, sus plazas, su hospital, sus comercios, sus calles, su sonido, el aspecto de la ciudad. Y su corso, naturalmente, dado que la negrada es proclive a cualquier cosa que no sea trabajar. De modo que de buenas a primeras algún vecino de la calle Mitre le sacó el tema al intendente, mientras jugaban al tenis en la cancha cerrada del Club Buenos Aires: “Ricardito, el corso, a otra parte, che. Ya tenemos suficientes negros en el Centro el resto del año”.
Y así los carnavales fueron mudados a la calle Francia, desgraciadamente lindera con la Villa Pulmón. “Quieren el corso: ahí lo tienen. Ya pueden pasearse en pedo diciéndole degeneraciones a las mujeres”.
Pero eso fue después. Aún estamos en la época en que el público nicoleño, entre serpentinas, papel picado y agua perfumada festejaba bajo las luces de los comercios de la calle Mitre.
Por entonces mi familia sentía una alegría infantil con el carnaval, aunque jamás participó de la organización, ni en una comparsa, ni siquiera se disfrazó. Ni tiró papel picado. Iba a divertirse mirando, pero no era parte de aquello.
Cierta noche fuimos un grupo bastante grande, que incluía tíos y primos, y en la multitud me perdí. Creo que tenía seis años. Recuerdo el primer momento de desasosiego, luego salí de la masa de gente y me apoyé contra una puerta. Era una puerta muy alta, de hojas de madera, de una casa de principios de siglo. Esperaba ver en cualquier momento alguien conocido, pero el tiempo pasaba y sólo iban y venían personas desconocidas, muchas disfrazadas, algunas caminando tranquilamente, pero muchas alocadas, golpeando a otras con martillos de plástico que chillaban al golpear, haciendo girar matracas con rabia, gritando, corriendo mientras tocaban pitos frenéticamente, empujando a todo el mundo. No me causaban ni risa ni alegría, sino miedo. Hubiera querido estar lejos de ellos.
Entonces sucedió que pasó un corrillo de cinco o seis disfrazados que corrían llevándose todo por delante, y uno de ellos agarró mi brazo con una mano dura como una tenaza y gritó “¡vamos!”
Tuve un pánico de muerte. El más puro instinto me arrebató mi cabeza entendía que no volvería a ver a mi familia y que una gente que actuaba con tanta prepotencia y salvajismo era capaz de hacerme cualquier cosa.
Todo sucedió en un instante. Apenas el enmascarado asió mi brazo, antes de que terminara de decir “¡vamos!”, automáticamente me eché para atrás con todas mis fuerzas, y en el momento en que me zafé le di un golpe tremendo a la puerta con mi espalda. La puerta se abrió y caí en un pasillo largo y completamente a oscuras. Gateé llorando de angustia por el interior de aquella penumbra para esconderme. El que había intentado llevarme no entró, se fue corriendo con los otros. Permanecí allí un rato, pensando qué hacer. Finalmente salí y emprendí el camino hacia mi casa. Nunca había ido solo desde el Centro. Las calles vacías me empezaron a asustar: de cada esquina, de cada puerta que se abriera de repente, de cada árbol saldría alguien que me atacaría y me raptaría. Comencé a correr agónicamente. No reconocía las cuadras en la noche. Finalmente, sin saber cómo, di con la familiar puerta de mi casa. Toqué el timbre, pero nadie contestó. Me senté en el umbral. Allí esperé hasta que llegaron mis padres.
Sería un simplismo sentenciar que aquella experiencia me dejó el miedo a los corsos y otras celebraciones públicas. Lo que siento es más complejo que el miedo. La masa de personas que estaban en la calle Mitre aquella noche, con su carga de progresiva cuota de negros, me resultaba amenazante porque era ajena. Era exactamente lo contrario a la parentela de mi madre, cuyos integrantes eran incondicionalmente confiables. Todos se cuidaban entre sí, todos compartían con los demás lo que tenían y todos buscaban el bien de los demás.
La familia era buena y se contraponía a la sociedad, que era mala. Fuera de la familia no había amigos, sino amigotes, que se aprovechaban de uno, lo traicionaban, le sacaban lo que tenían, lo explotaban o lo llevaban por el mal camino. En la sociedad todo se movía por dinero, mientras en la familia todo era solidaridad. Afuera de la familia la gente actuaba por egoísmo, mentía, cometía crímenes, era falsa. Si uno se iba de la familia caería en el vicio, se haría ventajero, inmoral y acabaría en la cárcel. La familia era un abarrotamiento de monitos felices de estar abrazados y temerosos de los de afuera, que todo el tiempo intentaban arrebatar o lastimar a alguno. De esa manera, cada vez que alguien de la familia se casaba y así incorporaba a un extraño, se generaban violentos anticuerpos. De todos modos, las relaciones con los “otros” no avanzaron más allá de lo inevitable: casamientos y relaciones de trabajo —ámbito al que nadie se integró como uno del lugar. Ninguno de aquella familia adoptó ni creó otra pertenencia. Nadie participó de un partido político, ni en un sindicato, ni en una mutual, ni en la cooperadora de la escuela de los chicos, ni en ninguna institución. Nadie se puso otra camiseta que la de la familia, ni siquiera la de un club de fútbol.
Es así que hoy llego al corso y mi instinto me dice que son “otra gente”. No es algo bueno que yo sienta eso. Es posible que las relaciones en la familia no sean tan idílicas y ciertamente el “afuera” no es todo territorio del demonio. Negarse al mundo es condenarse a la pobreza de dar vueltas y vueltas siempre en un mismo lugar. Me siento responsable de legarle a las generaciones que vienen no un ámbito endógeno y paranoico, sino el mundo entero abierto, todas esas negradas que hay por todas partes.



Big Bill

Big Bill, propiedad de Elias Buford Butler, criador de Jackson, Tennessee, fue un cerdo Poland China que pesó 1.157 kilos en 1933. Medía 2,74 metros de largo y 1,52 metros de alto. Debía ser exhibido en la Feria Mundial de Chicago, pero se quebró una pata y fue sacrificado. No hay fotos de él.







Ejemplar en el Museo Provincial de Liaoning. Con 900 kilos y
2,5 metros de largo, era menor que Big Bill. 

Stand Dang Dai en Año Nuevo Chino

Fotos tomadas durante las celebraciones del fotogénico Año Nuevo Chino en el Barrio de Belgrano, enero de 2012.
La revista Dang Dai montó un stand en el que participamos Martín Cato Rosetti, Gasti Pérez, Vivi Katz, Gisela Antman, Ángeles, Horacio Paone y los propios dueños Camilo Sánchez y Gustavo Ng.



Foto en foto: Beijing. Foto: Buenos Aires.

Irina, voluntaria en la organización del Año Nuevo Chino.

Barrancas de Belgrano, disfrazadas de chinas.

Los ideogramas rodearon la Glorieta del tango.


Las Barrancas de Belgrano, recuperadas para la multitud.



Stand de Austria con okupas dominicanos.


La cantidad de gente duplicó la del año pasado.


Polacachina.


Cato y Horacio en stand.

Con Teresa Yuan, parienta recuperada. Entre los 2 hacemos 1 chino.

Cato, Gasti, Camilo y Ángeles.

jueves, 9 de febrero de 2012

No lloramos


Cuando alguien muere no lloramos.
Nos enteramos de que murió y ponemos el sentimiento en blanco, o en piedra, y no lloramos. No nos pasa nada.
Alguien muere y como somos formales, vamos al velorio. La esposa, el hijo de quien murió, (el muerto bien puede ser nuestro hermano, sobrino, tía), nos abraza. Nos abraza un rato, primero en quietud, y luego llora. Abrazaremos con los ojos abiertos, mirando a otros, o al muerto, o algo. Mantendremos el abrazo cuando el llanto sacuda a la persona, no la soltaremos hasta que separe su cuerpo del nuestro.
Es posible que cuando esa persona llore, lloremos un poco.
Lo que sí, unas pinzas nos torturan la garganta con un apretón de fuego sólido.
Luego volvemos al estado de nada.



PS. La mañana que murió Spinetta Gisela me dijo que había tenido una pesadilla. Era tan espantosa que el miedo le impedía contármela. Más tarde, finalmente, me escribió:
Me llamaron por tel a las 5 de la mañana y me dijeron, Gustavo tuvo un accidente en Córdoba y Callao.
Se murió.
Yo corrí gritando tengo que hacer la bitácora[1].
Y desperté casi muerta.
Si, debiera haberte llamado y resucitarte pero dormías, y eso no merece reanimación.
Te necesito



[1] "Bitácora": Bitácora en Buenos Aires, este blog.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Insomnio

Por Camilo Sánchez


Es arrojado en plena madurada del sueño por una inquietud en la entrepierna y una frase, casi entera: el cuerpo humano ha trabajado en silencio durante miles de años para generar un sistema que le permita orinar de pie, de cara a los azulejos naranjas. Mucho tiempo, escribe mentalmente mientras camina hacia el baño, hasta arribar, al sencillo estornudo, ese primer mecanismo de defensa.
Se ha defendido de moscas gigantescas, capaces de devorarle un brazo con sólo mirarlo fijo. Soportó fríos que le congelaron el lenguaje para salir de ese peligro con bellos animales estampados como sueños en las paredes desiguales de una cueva.
Tardó miles de años hasta aprender el vicio de la carcajada que libera del terror en la noche profunda.
Inventó el beso, el color amarillo, la música que cuando sale del corazón copia, de alguna manera imprevisible, el ritmo sincopado de ese músculo que trabaja, desde antes del nacimiento, para despabilar las neuronas y ponernos de pie y levantar paredes.
Todo ese bagaje de miles de años está amenazado porque hay quienes no quieren apagar un aire acondicionado. Porque no hemos podido dejar de ser predadores de deseos inventados por una mente ajena; y no ejercemos, como especie, el derecho a la austeridad.
Estamos cercados por el peligro. Caminamos por la orilla.
No se trata de la muerte personal, ese accidente mínimo.
No se trata, tampoco, que veinte mil años de una especie que trabajó duro hasta diseñar la arquitectura de un beso, se pierdan para siempre.
Ni siquiera eso, finalmente, sería tan grave si otras especies, distintas o parecidas, anidaran en algún otro territorio de ese sinfín de planetas y estrellas ahí afuera. Lo que provoca casi una arcada es que no tenemos aún certeza de que la biología haya podido producir vida en algún otro arrabal del universo. Otro territorio donde el fuego de alguna estrella no esté, ni tan cerca ni tan lejos, para que la vida se achicharre en medio de un pestañeo, donde las condiciones sean las justas y propicias como para que el duraznero reúna los mejores azucares del aire para sus hijos dilectos.
Acaso, loco, estemos solos en el universo, en el último fervor de una especie exclusiva. Andá a saber.
Lo cierto es que víctima de sus afanes, el humano viene girando por una curva descendente, se está quedando dormido al mando del volante y no hay quien lo logre convencerlo de bajarse del auto, a refrescarse la cara: un gesto que le salvaría la vida.
La cultura humana, que ha sabido trabajar durante siglos para convertir la costumbre de tomarse un té en un ritual estético, que aprendió el sortilegio de la tuerca y el tornillo, y las estructuras sólidas y endebles de las matemáticas o el lenguaje, asiste al incendio de su casa con más perplejidad que conciencia.
¿Sólo nos quedará rezar a los diversos dioses que cada uno de nosotros se ha inventado a través de los siglos?
¿Habrá tiempo?
Carlos Casteneda fue una de las voces más beligerante del siglo pasado contra este improperio más o menos general, y por eso no se termina de morir.





Esto escribí en la madrugada del día en el que don Luis Alberto Spinetta, a media tarde, entraba en el lado activo del infinito.
el había escrito una canción homenaje al libro Viaje a Ixtlán de Carlos Castaneda.

Camilo Sánchez

domingo, 5 de febrero de 2012

Chiste

Creé el Universo separando la luz de las tinieblas; creé la tierra firme y las aguas, luego sembré un manto de vegetales sobre la superficie del planeta, y luego lancé un prodigio de criaturas. Todo para que los hombre tuvieran, en el momento en que surgieran, un mundo que los acogiera como lo que son para mí, mis hijos queridos, los hijos por los que yo dejé de existir sólo para mí, salí de la plenitud en que habría de permanecer por toda la Eternidad. Creé el Edén para ustedes, a riesgo de que desvelaran mi Paz. Y miren si la han desvelado. Vuelvo unos pocos años después y observen lo que han hecho de ustedes mismos. Miren lo que han hecho de mi creación, del fruto de mi amor. Observen en qué han convertido el objeto del poder más inconmensurable que jamás existió y existirá por los siglos de los siglos.