domingo, 30 de octubre de 2022

5 a 4

En Beijing hay un gestor de política internacional, que organiza incansablemente actividades para la integración entre China y América Latina.

Se le ocurrió que hiciéramos un partido de fútbol entre los periodistas latinoamericanos que vinimos con un programa de residencia periodística y unos chinos.

Hubiera estado bien que hiciéramos un picado en cualquier lugar donde había pasto, pero entre la dimensión diplomática en que estamos envueltos y el hecho de que los chinos no conocen el concepto de “picado“, terminaron organizando un partido como si fuéramos profesionales.


Del lado nuestro había dos pibes que la movían, pero el resto no teníamos idea o estábamos pasados de edad, ninguno con el mínimo entrenamiento. 

Jugar en una cancha grande era un despropósito, un disparate que explica que el fútbol no tiene ninguna chance en China.

Un chileno y un uruguayo con un mínimo de sensatez dijeron que no iban a jugar ni locos. Con mi falta total de sensatez, me puse la camiseta de Boca y me metí en la cancha.


En dos semanas cumplo 60 años, en toda la pandemia no entrené, no solamente por la pandemia, sino porque hace dos años me encontraron unos problemas en la columna y me recomendaron caminar pero me prohibieron trotar. Lo mismo me puse la camiseta con gran entusiasmo, cuando la realidad era que estaba para hacer como hacen esos presidentes muy viejos en la inauguración de un campeonato, que dan la patada inicial y se alejan del medio del campo con un bastón y ayudado por dos asistentes.

¿Por qué insisto en jugar al fútbol? 

Porque un día quiero jugar bien (eso desde los 7, 11 años). 

Porque algún día quiero meter un gol. 

Porque un día quiero ser argentino. 

Porque algún día quiero ganar.


En el partido de ayer, obviamente me lesioné. 

Obviamente a los dos minutos. De la manera más tremenda —no solamente di con la punta de la clavícula de metal contra el piso, que encima no era de tierra y no absorbió el golpe, sino sobre todo, porque me caí solo.

¿Quiénes se caen solos?

Los demasiado torpes, pero sobre todo, los viejos.

Frase que hemos escuchado muchas veces sobre una abuela que vivía sola: “se cayó y se quebró la cadera“.

No puedo mover el brazo, la clavícula de metal me pegó contra las cervicales y no puedo mover el cuello ni la cabeza. Tengo como una pelota de rugby en todo el hombro. No quiero ni pensar lo que pasó ahí adentro, entre los tendones y las carnes que crecieron injertándose en el titanio. 


Este es el precio por no querer aflojar. Muchos amigos se alegraron cuando les dije que venía a China, pero otro uruguayo, otro sensato, me dijo: “¿a qué vas otra vez?¿ No tenés suficiente?


¿No tengo suficiente?


No volveré a jugar al fútbol. No volveré hacer un deporte, salvo Tai Chi, o mejor aún, Damas.

Pero ¿qué voy a hacer con aquellas ganas de meter un gol?


Además, yo pasé vergüenza e hice el ridículo, pero el otro pibe argentino la descosió y ganamos 5 a 4.






Libre de mi padre, libre de los pobres

Lucas 14:5: Cuando le reprocharon a Jesús que no observaba la ley que mandaba descansar los sábados, él dijo que “¿quién de ustedes a quien se le caiga un hijo en un pozo, no lo rescatará porque es sábado?”

Escucho argumentos contra el Gobierno chino por imponer restricciones desmedidas en la cuarentena. No hace falta que yo esté a favor de Xi Jinping-presidente vitalicio, ni del Partido Comunista chino con sus carcamanes capaces de devorarse tenistas adolescentes de una dentellada para que pueda percibir que las críticas por las políticas que evitan muertes por Covid-19 son insensatas y están habilitadas por la pérdida del sentido de la solidaridad y del sentido humanista de tribu o comunidad, familia, sociedad.

¿Quién que vea a su padre entubado en una cama de un hospital, un padre que estaba muy bien tres días atrás, un padre que tiene 20 años por delante; quien si viera que su padre morirá en unas horas, no volvería, si le ofrecieran los carcamanes cocodrilos, cinco días atrás para quedarse en cuarentena un año entero, si ese fuera el precio para que su padre no muera?

¿Quién diría “que se muera, yo quiero ser libre”?

¿Cuál es la libertad que ganaría?




Esto me lleva a pensar que en Argentina hemos perdido ese sentido de familia, de gente, justamente nosotros, que conseguimos hazañas en derechos humanos.

Hay personas con hambre, y ¿quién de nosotros, si tuviera frente a sí una fuente de fideos y en la misma mesa un chiquito que ha comido muy mal los últimos meses, no le serviría un plato? 

Porque el chico no está en nuestra mesa, negamos por completo su existencia. 

La Iglesia del Papa, los sindicatos, el Gobierno, todos los gobiernos, el peronismo, los clubes de fútbol, las iglesias evangélicas, los clubes de barrio, las organizaciones sociales, ecologistas, feministas, las empresas con su Responsabilidad Social Empresarial, las Damas de la Caridad, las colectividades extranjeras, deberían tomar este tema en sus manos. 

¿Cuál es la libertad que ganamos con la indiferencia ante la vida desastrosa de dos chiquitos de 8 y 11 años, sin papá, con la mamá internada en un lugar para adictos, que viven con una abuela en una villa, con otros cuantos nietos, que se alimentan en la escuela y se están quedando ciegos por una enfermedad congénita y las maestras no consiguen que se les de cobertura social?


Nadie va a negarse a compartir un plato de fideos.

O quizás sí.

Quizás alguien se niegue a compartir un plato de fideos, y quizás alguien diga “mi padre, que se muera, yo quiero ser libre”.


viernes, 28 de octubre de 2022

Lo de perro

Llegué a China podrido de la gente. 

Unos días antes de salir, aún en Buenos Aires, decidí que en el viaje no buscaría hacerme amigo de nadie, contradiciendo mi tendencia esencial de seducir para que me quieran.

Había ganado con plena claridad la certeza de que me entiendo con los perros y los niños y que la gente se me hace pesadísima.

Una noche, llegué a una reunión de gente que estaba al lado de un arroyo que atraviesa parte de Beijing, y encontré una chica tan fresca, espontánea y natural, que no parecía natural. Era demasiado natural. Le dijo a mi amigo, que es un influencer famoso, que siempre veía sus videos y que no podía creer qué lo tenía en persona a su lado, y que estaba loca de amor por él, y lo abrazaba y se reía.

Algo en mí, lejos de mi conciencia, me hizo comprender que la chica era tan espontánea, fresca y natural como un niño o un perro, y mi corazón se alegró como si hubiera sido liberado de una maldición, o como si fuera redimido. 

Me dio esperanzas, quería jugar con ella a corrernos, hacer con ella lo que surgiera, gritarnos, mordernos, reírnos. Me hizo sentir completamente libre.

Al rato se quedó dormida, tirada sobre el césped. La miré dormida lleno de amor.

Volví a verla una semana después. Corrí hacia ella e hice lo que solía hacer hace muchos años con mis amigos queridos: la alcé, la tiré para arriba, aprovechándome de mi bestialidad y mi fuerza.

Y he aquí que la chica se zafó espantada, como si yo fuera un desquiciado, o un degenerado, o algo así. No sé si vi horror o asco en sus ojos, pero sí una reprobación total, una advertencia muy dura, “no tengo nada que ver con vos“.

Yo sí me llené de susto. En un instante, todo se me vino abajo.

La escena fue tan abrupta que un rato después empecé a darle mil explicaciones a la chica para disculparme, intentando contarle lo que estoy contando aquí.

Me escuchó con una distancia que me mantenía helado. Me enredé y redundé mil veces con mi idea porque pensaba que si ella la entendía, no seguiría condenándome, pero ella mantuvo los mismos ojos de águila despiadada.

Al final dijo:

— No entiendo lo de “perro”.

Le iba a explicar por enésima vez, pero comprendí que me estaba espetando una afirmación, y que no le importaba lo que yo pudiera decirle.

Así que con esa chica, tampoco.

Nada.

Nada de nada.

Seguí distante del grupo con el que trabajaba, cada vez más solo y más harto.







La canción

La canción que más escuché una vez que este viaje se me empezó a hacer largo fue In the Mood for Love.


Primero la ponía en Spotify. 


Luego ya empezó a sonar sola. 


Todo el tiempo.


La escuchaba cuando andaba por los largos trayectos de conexión de una estación de subte a la otra —interminables pasillos, escaleras altas; más pasillos, más escaleras, gente y gente, toda la gente parecida entre sí, todos desconocidos.


¿Recuerdan el tema? El tiempo vuelve a empezar. Tiene ritmo de vals. El vals es eterno. Y andar por los pasillos y escaleras que conectan estaciones de subte es como un sueño que no termina.


Se anda y se anda, buscando algo, esperando encontrar a una persona en particular, con quien sucederá algo, algo como una puerta que se abre, y entramos y nos encontramos en un lugar lejano, y vivimos algo que nos hace ser dos personas que no éramos, pero que seguiremos siendo en un lugar recóndito de nuestro interior una vez que esto haya otra terminado.


Porque esto está destinado a terminar.

miércoles, 26 de octubre de 2022

La mano en el rizoma

Cuando uno se agarra de la mano con las otras personas con las que está, se arma el rizoma, la trama de raíces. 

Las raíces que hacen una sola trama. 

Las raíces que son una sola raíz. 

Cuando se sueltan las manos y alguien queda desconectado, ve que empiezan a abrirse las puertas de los placares y de las habitaciones remotas y empiezan a entrar los muertos, la locura y los demonios.

miércoles, 12 de octubre de 2022

Cualquier cosa que escribo

Tengo una charla con el dueño de un restaurante. 

Me interesa bastante su historia. Hago algunas anotaciones con letra de médico aisladas, perdidas en las hojas en blanco de un cuaderno.

Cuando llego a casa me dispongo a escribir tres párrafos sobre la charla, y cuando estoy casi transcribiendo las anotaciones en un hilo sintáctico mínimamente correcto, me aparece el bicho y me hace escribir.

Entonces, lo que escribo levanta vuelo. Empieza a ganar alma. Escribo para encontrar algo que había en la situación. Mientras lo escribo, lo voy creando. Y eso que se va a creando es diferente a la situación, pero fue suscitado por la situación Es una tergiversación. 

Naturalmente, miento: agrego detalles, le hago decir al entrevistado cosas que no dijo, mi relación con él es diferente, yo soy diferente, aparecen cosas que no había, aparece otra persona.



lunes, 10 de octubre de 2022

La intimidad con Beijing

Cuando llegamos a vivir a Nueva York en 1973, se empezó a armar quilombo cuando mi mamá dijo “yo quiero estar con mi gente. Esta no es mi gente”.

Sacando a los norteamericanos que la basureaban, los chinos la querían, eran cariñosos con ella, hasta la mimaban, pero no eran su gente. El compromiso que tenían con ella sólo estaba basado en que eran amorosos. No había un compromiso construido durante toda la vida. Ella sentía que no tenía de dónde agarrarse.

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Entrar en contacto íntimo con Beijing es observar los detalles alarmantes.

Los hombres que se dejan muy largas la uña del dedo meñique.

Una chica muy fina que escupe en un tacho de la basura.

El horror de tocar la comida con las manos.

La indistinción entre los espacios público y privado en los hutong. 


El contacto personal con Beijing es estar en intimidad con otra gente.

Otra gente que entra en mi mundo. 


También es preguntarme con qué detalles nuestros ellos se alarman. 

Seguramente con el olor a sudor. 

Con la barba. 

La desnudez. 

El expresionismo. 

El romanticismo en vez de ir a las cosas.


También es entrar en intimidad con Beijing andar en el subte con toda la gente obediente,  enfocados en lo suyo y evitando conflictos y agitación, y uno escuchando hasta ensordecerse un recital en vivo de Manu Chao.

 





domingo, 2 de octubre de 2022

Lo que se hereda


Mi papá no me enseñó su idioma.


Pienso qué significa eso en la relación de mi padre con su idioma.

Qué significa en la relación que le sucedía conmigo su primer hijo.


* * *


Adonde se hace un poquito de silencio, empiezan a aturdirme los zumbidos.


Zuuuuuuuuuuummmmmmmm

Ziiiiiiiiiiiiiiimmmmmmmmmm

Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii

Aaaaaaaaaaaaaaaaaa

Ruidos de cascadas

Cantos de tres, cuatro, pájaros

Una máquina


Son un velo que me ocultan la realidad.


Alguien me habla y yo escucho su voz allá lejos.


La realidad es una masa confusa que está más allá del velo de los zumbidos.


* * *


También para mi padre, cuando yo era chico y él era un chino en Argentina, la realidad era una masa confusa.

En su caso, el velo era el desconocimiento del idioma castellano.


Mi padre desarrolló estrategias para manejarse en esa situación, desde modos de comprender por fuera de la comunicación lingüística hasta manejar su angustia ante no comprender.


* * *


Mi padre no me enseñó su idioma pero quizás no pudo evitar heredarme algunos de esos recursos.


A lo mejor echo mano a esos recursos por mi sordera.


O a lo mejor me dejo ser sordo para darle la mano a mi papá, que está viejo y me extraña.


sábado, 1 de octubre de 2022

Un espejo en China

El susto que me da mirarme un rato en el espejo y empezar a no reconocerme.

Es algo tan íntimo que me siento obligado a preguntarles si les sucede lo mismo.

No entiendo el término “extrañar“ para decir que se añora a alguien o a un lugar, o algo (quizás se trata de decir: “me siento extraño sin vos”), pero me parece perfecto para decir “me extraño“ cuando me pasa eso frente al espejo.

El verbo “extrañar“ se usa como sinónimo de añorar o sentir la falta de algo.

Se usa para decir que uno se sorprende que en algo sólo bajo la forma del reflexivo “me extraña”, como en “me extraña que ese pusilánime no le pegue a su madre”. 

Pero si alguien se presenta con un vestido amarillo chillón de un estilo que jamás usa, para decirle algo se usa el sustantivo “extraño”. Si alguien aparece en un lugar al que no suele ir, se le dice “qué extraño verte por acá”. Pero no se dice “te extraño con este vestido” o “ayer te extrañé en aquel lugar”.

¿Por qué no se usa “extrañar” como verbo para decir que algo se hace extraño?

Algunos antropólogos tuvieron que inventar la noción de “otredad”. Habiéndose terminado los otros porque el mundo se hizo global y todos somos nosotros, los antropólogos tienen el trabajo de convertir en otro a uno. 

Por ejemplo, al investigar los cambios en las tradiciones laborales de los obreros de una fábrica a lo largo de los años, si el padre de un antropólogo es uno de sus obreros, el antropólogo lo convertirá en un “otro”.

Bien podríamos decir que lo convertirá en un extraño, pero he aquí que no podemos decir que “lo extrañará”. Si dijéramos eso, estaríamos indicando que el antropólogo quiere estar con su padre y no puede, cosa que en ningún sentido es real.

Pues el meollo lingüístico se extiende a la “otredad”, porque tampoco se usa como verbo. No se dice “el antropólogo otra a su padre en la investigación”. Ni dice el antropólogo: “papá, no te pongas mal si te miro como a un bicho, lo que habrá pasado es que te otré”.





Ahora bien. Si extrañarse frente al espejo puede resultar aterrador, no extrañar nunca nada, que nunca alguna cosa te parezca diferente a lo que ya conocés, no sería igual el siniestro?

No. Siniestro no sería, pero la vida se transformaría en algo tan aburrido que uno estaría prácticamente muerto.

El chiste de venir a China es que todo es extraño. Todo está fuera de la realidad, todo debe ser descifrado.

Pero ¿qué pasa si de repente no me resulta extraño nada?

¿Qué pasa si lo que es otro ya no es otro —aunque no sea yo?

Entonces China tiene que interesarme por otra cosa que no sea su extrañeza, su otredad.

Debería empezar una nueva etapa.


Un mundo chino se le abrió a mi amigo más querido en China cuando la delicadeza de los hombres chinos ya no le bloqueó la masculinidad de los hombres chinos. 

Cuando comprendió qué la obediencia extrema de los chinos tiene un límite.

Cuando la homogeneidad de los rasgos ya no le impidió distinguir a unos de otros, tanto que no podía comprender cómo en un momento los confundía.

Cuando vio que la generosidad más pura no se estropeaba por el trato interesado.

Cuando comenzó a entender que los chinos no son contradictorios, sino que se animan a intentar la conciliación de las tendencias diferentes y hasta opuestas, para conseguir algún concierto que llaman “armonía”.