Un médico tenía, entre muchos pacientes, en uno de los
hospitales donde trabajaba, un hombre que moriría pronto.
El médico fue el primero en darse cuenta. Lo intuyó y luego
los estudios confirmaron que su diagnóstico era exacto.
Había pasado innumerables situaciones como esa. Con sus
colegas, para sus adentros, pensaba en el paciente como “este”. “Este no llega
a los 50 días”, “qué mal la va a pasar este”.
Siempre se amargaba. Pero con “este” le pasó otra cosa.
Una mañana, cuando iba en su auto al hospital, se le
apareció el paciente en la cabeza y se quedó pensando en él. No pensaba nada en
particular, pero le sobrevino una emoción muy fuerte. Empezó a sentir mucha
pena, rabia, impotencia y al fin, una rebeldía contra su muerte.
Se preguntó qué le estaba pasando, por qué aquel hombre le
causaba dolor. No lo conocía. No sabía nada de su vida, si dejaba hijos chicos,
si había sufrido mucho, si su mujer estaba enferma, si se merecía morir o no.
Se preguntó si lo estaría identificando con alguien —con su
padre no, porque era muy joven; tampoco consigo mismo, porque era más grande.
Quizás con un hermano mayor que nunca tuvo, pero este era un pensamiento
forzado. No tuvo respuesta.
Después de atender en el hospital al que iba, en vez de
volver a su casa fue a visitar al hombre.
Repasó su historia clínica con detalle, viendo si se le
estaba pasando algo por alto, buscó algún resquicio que abriera una posibilidad
de que se curara.
Pasó a hablar con el paciente unos minutos, tuvo una breve
charla, profesional, apenas más larga que la que solía tener en la rutina.
En los días que siguieron buscó avances en investigaciones y
tratamientos para la enfermedad del hombre y fue consultando a sus colegas.
Los días siguientes los colegas más cercanos, los médicos
amigos, comenzaron a extrañarse, cuando notaron que estaban insistente con
aquel hombre. Le preguntaron si lo conocía, o si el caso tenía algo especial. Les
dijo que no.
También estaba extrañada su esposa, porque nunca su marido
hablaba de un paciente en particular, y de este hablaba todo el tiempo.
Un día ella le dijo:
— Estás obsesionado.
Él ya lo sabía. Pero no podía parar. Buscaba tratamientos
experimentales. Habló con investigadores de otros países, habló con el jefe de
servicio donde estaba el hombre para probar nuevos medicamentos, empezó a
descuidar el resto de su trabajo.
A medida que el hombre desmejoraba, crecía su angustia y la
desesperación por salvarlo.
Llegó un momento en que supo que había sobrepasado los
límites de su profesión.
Ya no estaba actuando como médico.
Perdió la sensatez. Era como un perturbado mental. Se
instaló primero en el hospital, intentó todo lo que se podía intentar, tomó
riesgos legales enormes con terapias en sus primeras fases de testeo, y
finalmente se quedó en la habitación del paciente.
Allí permaneció hasta que el hombre murió.
Si sus colegas estaban asombrados, el jefe de Servicio, que
era un veterano de la Vieja Guardia, conocía el síndrome y lo dejó hacer.
La familia del paciente estuvo agradecida. Su esposa también
comprendió lo que le pasó como algo que le podía suceder a cualquier médico, en
tanto ser humano, y supo acompañarlo.
Al paciente, no se sabe qué le pasó. Tal vez fue víctima de
la desesperación del médico que le daba esperanzas, o tal vez su mente se fue
apagando y no siguió el proceso, o tal vez estaba agradecido.
El médico quedó anímicamente afectado por mucho tiempo. Le
dieron licencia y estuvo varios meses sin poder trabajar.
Sin embargo, finalmente volvió.
Después de todo, era médico. Seguiría haciendo aquello que había
elegido hacer en su vida motivado por la locura que le agarró por aquel
paciente, es decir, la necesidad de que otra persona esté bien.
Qué bueno lo que escribiste! Así ando yo por la vida. Me identifique con tu relato. Es del tipo que termina con moraleja
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