lunes, 21 de junio de 2021

¡ M A E S T R O !

Una vez Borges fue al programa Grandes Valores del Tango.

Cada vez que alguien nombra a Borges, muchos corren a darle otro baño de bronce, como han hecho grandes locutores, argentinos y uruguayos, y como hizo esa noche el conductor Silvio Soldán en Grandes Valores del Tango, que era, justamente, el podio del embronceamiento. No se salvaba nadie, todos eran próceres.

Esa noche Soldán se la pasó anunciando una milonga en honor al Maestro, al Insigne, al Genio, al Ilustre, al ¡Prócer! Jorge Luis Borges. Ya tenía podrido a todo el mundo con la dichosa milonga misteriosa, y cuando al fin la cantó un cantor prócer, luego de una ovación apoteótica, como quien habla con un dios, le preguntó a Borges qué opinaba de la interpretación:

— Muy bien, muy bien —balbuceó Borges—. Muy bien el muchacho. Ahora, no creo que la haya escrito el autor que usted mencionó.

Silvio Soldán quedó congelado, con su peluquín unos milímetros arriba de su cuero cabelludo.

— Pero, Maestro… —balbuceó a su vez— Todos saben que esa milonga es de Fulano de Tal.

— Ah, sí, sí, pero creo que no. Esta letra es bastante superior. Fulano de Tal era pésimo letrista, ¿no? Je… —y citó un verso, realmente muy horrible.

El homenajismo es pesado, mentiroso, te toma por idiota, es hipócrita, aburrido.

El homenajismo es como un tipo que viene de almorzar y tiene un fideo en la barba. Le decís, no le decís, qué hacés. No puede no molestarte y no embardunar la situación.




De la nada

No había pasado una semana, que ya estábamos revolcándonos en la cama. Y no había pasado otra, que ya nos habíamos descartado. 

Éramos unos chicos, recién empezábamos la universidad; éramos revoltosos, la vida nos atropellaba como corre el agua a lo loco por un arroyo de la montaña. 

No nos apasionamos como novios, pero nos hicimos amigos inseparables, estuvimos siempre juntos, sabiendo de la vida del otro naturalmente, metiéndonos en la vida del otro como si tuviéramos derecho. Ella conoció a mi familia, yo iba a su casa y me quedaba dos, tres, cuatro días como si fuera mi familia, la madre andaba en camisón adelante mío, el padre me trataba como un sobrino. 

Y así pasaron los años.

Cuando yo me fui a vivir a otra ciudad y le dije que estaba con alguien, se alegró. Quiso conocerla, le dije que viniera. 

A mi novia no le cayó del todo bien, y ella, por su parte, me dijo:

— Es divina, pero ¿cómo vas a hacer una vida con ella? Están como para tener hijos, ¿no?

— Sí —le respondí.

— ¿Cómo vas a tener hijos con una extraña? Podés tener hijos conmigo, pero es un disparate que pienses meter en tu vida alguien que salió de la nada, una persona que no conocés.

— Estás loca —le dije.

— Sabés que tengo razón.

La odié.

Como siempre.


domingo, 20 de junio de 2021

Cuando Padre e hijo van rumbo al geriátrico

Conversación con mi padre:

— Hola Viejo.

— Ey, cómo va.

— Todo bien. Feliz día del padre.

— Ja, gracias, gracias. ¿Todo bien?

— Sí. Vos de salud, ¿bien?

— Sé. ¿Vos?

— Medio jodido de la cintura.

— Tenés que hacer ejercicio. Te muestro.

Deja el teléfono en la mesa y me muestra.

Vuelve.

— ¿Viste cómo es?

— Sí. Voy a hacer (hijo mentiroso).

— Bué. Hacé.

— Sí.

— Bué. Chao, después hablamos.

— Chau, saludos.

Mi padre, 84, yo 60.


*    *    *





Padre chino e hijo argentino. Nos parecemos mucho, pero tenemos una diferencia, gran diferencia de mi parte: la nariz.
“Ustedes, los argentinos, tienen narices importantes”.

*    *    *

“A mí las fechas me la soban. Son todos inventos para que gastés plata. Ahí van, todos los boludos a comprarle regalos al padre porque alguien inventó que era el día del padre. Para mí no significa nada”.
¡Bravo, campeón del esclarecimiento!
Pero ¿por qué no usás el esclarecimiento para vos, en vez de ser revolucionario en contra de los demás?
Si no te gusta el día del padre, decile a tus hijos que no te lo festejen, pero si tu padre es un boludo que le gusta ser padre, decile Feliz Día.

lunes, 14 de junio de 2021

Con los paisanos

 

 

Mi padre se pone muy contento cuando lo llamo desde Argentina y estoy con otros chinos.

Quizás se alegra de que el él que está en mí, no está tan solo en Argentina.

No se pone tan contento cuando lo llamo y estoy con otros chinos en China.

Quizás quiere que yo esté en Argentina, porque él quiere estar en Argentina, pero no quiere estar tan solo, sino con otros chinos.

 老乡见老乡, 两眼泪汪汪 

lunes, 7 de junio de 2021

El periodista según Camilo Sánchez

Esto escribió hoy Camilo Sánchez, el editor más lúcido que conocí en mis 40 años de periodismo.


7 DE JUNIO, DÍA DEL PERIODISTA

Cuatro instantáneas

en sepia 

de un 

oficio aún precioso 

-Uno-

Creo que es Piglia el que habla de la necesidad de trazar un mapa de lecturas, no en aquellas en las que nos escudamos para ostentar prestigio literario, sino las que te atravesaron el cuerpo, las que te tocaron como una brisa marina. 

En un colectivo 29, de Belgrano al Bajo, pude leer de un tirón, abrumado como te sucede cuando alguien te escribe al oído, Las doce a Bragado, de Haroldo Conti, en una antología del cuento argentino del Centro Editor de América Latina. 

Volvía en ese colectivo, penúltimo asiento, ventanilla, y medio que alucinaba y veía, junto a Conti, al Tío Agustín, viejo caballo desbocado que corría, dele y dele, con zapatillas de badana y una camiseta de frisa con el número 14 en la espalda, entre los autos de la Avenida Cabildo. 

Volvía en ese colectivo, era 1980, del Instituto Geográfico Militar. 

Durante la dictadura, cada mapa que salía impreso en la Argentina, y en la Revista Billiken aparecían mapas casi todos los números, tenía que ser avalado por una firma de un oficial o un coronel.  

Durante un año fui cadete de redacción de esa revista escolar. 

Bajé del 29, ese mediodía, en la Avenida Corrientes, medio encandilado con la historia del Tío Agustín, y entré en librerías por más historias de Haroldo Conti. 

Me respondían furtivos los libreros, desentendiéndose, haciendo un paso leve, hacia atrás. 

No hay nada por ahora, decían.

Llegué a la redacción. Era un refugio en la Editorial Atlántida de entonces esa redacción.

La comandaba Carlos Silveyra y brillaba, en el plantel, Laura Devetach y sus monigotes en la arena y sus poemas chinos. Estaba Juan Sasturain tipeando contra reloj: a veces se iba lejos y volvía con algún poema de su Carta al Sargento Kirk que escribía en esa época. El gran poeta de los ochenta, José Sbarra, hacía magia: deslizaba humor ácido en una nota sobre el Hipopótamo o La Casa de Tucumán. Alejandro Dolina se encargaba, desde la agencia Recoba, de la publicidad gráfica de la revista: armaba una doble página cada miércoles. Escribía Martha Prada que había regresado de un exilio en España y Enrique Pinti enviaba, semanalmente, El Mono Relojero.

La primera de las grandes redacciones de mi vida.

Una semana en ellas equivalía a varios meses en las escuelas de periodismo de entonces.

En esa redacción, comenté la aventura del cuento de Conti y mi desazón de no encontrarlo en librerías.

Está desaparecido, me dijeron.

Y me dijeron sentate.

Y me trajeron un café.

-Dos-

Empecé a leer a los cuatro años y medio. 

La historia es más o menos así. 

El domingo llegaban hasta esa vivienda portuaria, en las afueras de Mar del Plata, los relatos radiales del fútbol. 

Era tan natural imaginar lo que se relataba: la llovizna sobre la cancha, la camiseta roja de Bernao embarrada, sus gambetas de espaldas a la tribuna que da a la calle Cordero de la cancha de Independiente. 

Recién dos días después, mi viejo llegaba pedaleando por una calle de tierra con El Gráfico sobre el pecho, debajo de la campera.

El Gráfico era una constatación, por escrito, en papel, del relato oral. Lo que había que rescatar de la jornada del domingo. Lo que quedaba impreso.

La verdad es que no siempre las fotos y el texto escrito superaba la forma en que el niño había imaginado a Pepe Santoro volando de palo a palo y tirándola al corner.

Les aseguro mis amigos -relataba Heber Pinto, uruguayo, maestro de Victor Hugo Morales- que si el arquero se cortaba las uñas antes de entrar a la cancha no hubiera podido rozar esa pelota con la punta de los dedos...”. 

Ah, pero cuando eso pasaba, cuando el texto escrito superaba la imaginación, sucedía algo mágico: se detenía el mundo, se expandía el lenguaje. 

Nunca vi a mi padre como en la tarde del 9 de diciembre de 1962. 

Era bostero de alma. 

Esa tarde, Roma le atajó un penal dramático a Delem en el final de una final entre Boca y River. 

Y mi padre lloraba delante mío por primera vez, junto a la radio, frente al relato de Bernardino Veiga. 

A los dos días, el martes 11 de diciembre de 1962 llegó con El Gráfico y me mostró, como jugando, cómo se deletreaban las palabras que habíamos escuchado el domingo. 

Roma, penal, Delem fueron las primeras palabras que leí en papel. 

Ese martes, a mis cuatro años y medio, trazaba de alguna manera un vínculo con las palabras impresas y las historias que me sigue acompañando. 

-Tres

En los pasillos de la editorial Perfil, en la redacción de la revista Libre, otra redacción de alto vuelo, conocí a Norma Vega. 

Fue la primera mujer que entró al diario Crónica, en los setenta.

La miraban en esa redacción, contaba, como a una novicia en un bar pendenciero.

No la registraban, que es lo peor. 

No sabían cómo comportarse con una mujer tecleando entre ellos. 

Norma Vega contó, en un pasillo de la revista Libre, en 1985, que llegaba a su casa, después de las dos primeras jornadas laborales en Crónica, llorando. 

Tenía talento. Tenía agallas. Tenía una hija. Era más culta que muchos de esos tipos que la negaban en la redacción.

Al tercer día, colocó una hoja en la Olivetti. Era una carta para sus compañeros.

Queridos hijos de puta, encabezó esa carta.

Y les contó de dónde venía y no que no iba a renunciar a su silla y a su máquina de escribir. 

Y la colgó en la pared, al lado de su escritorio.

Escribía con garra Norma Vega.

Me convidaron ginebra en el cierre de ese día, contaba, y se reía a carcajadas, muchos años después.

Cuatro-

En 1984, en la revista Libre, y a cuatro años de aquel café en que me enteré que Haroldo Conti estaba desaparecido, comencé a viajar a Chacabuco, tras los pasos del escritor. 

Esa biografía coral sobre su vida, que llevamos adelante con Néstor Restivo, acompañados de cerca por sus hijos, Alejandra y Marcelo Conti, en su momento, tenía un interés más o menos preciso. Que la gente leyera a Haroldo Conti, porque no solo él, todos sus libros estaban desaparecidos.

Que la gente leyera a Haroldo Conti, como una señal de lo despiadada que había sido la dictadura en la Argentina del ‘76 en adelante. 

Mientras lo realizábamos, entre 1983 y 1985, su figura estaba muy cerca, a la vuelta del camino.

En Chacabuco conocimos a su padre, al Pelado Pedro Conti.

Estaba al sol. 

En sillas de ruedas. 

No daba para entrevistarlo. 

El Viejo también observaba en el patio cómo un primo de Haroldo, sin mucha compasión, entrenaba gallos de riña. Los tenía caminando al sol del mediodía, sobre una rueda de cemento que giraba en el vacío, engarzada con escalones de alambre. Los gallos debían mantener el ritmo caminando o la gravedad los hacía caer, como a veces ocurría, de culo en tierra. 

En un momento, el padre de Haroldo nos llamó, confidente, y preguntó si era cierto que nosotros éramos periodistas, si era cierto que estábamos haciendo un libro sobre El Flaco. 

Así dijo él, nombrando a Haroldo. El Flaco. 

Le dijimos que en eso andábamos y nos preguntó, casi al oído, si teníamos noticias de él.

Si el Flaco aún estaba vivo, nos preguntó.

Le dijimos que sí, pensando que era una forma de salir del paso, creíamos entonces que le mentíamos en la cara. 

Ahora, a cuarenta y cinco años de su secuestro, no estamos tan seguros de que se tratara de una triquiñuela, de una respuesta compasiva.

Ahora sabemos que no le mentíamos.

Hay algo de lo que queda escrito que se suspende en la zaranda del día. 

Que sobrevive.

Por eso hicimos y hacemos desde hace cuarenta y cinco años periodismo. 

Feliz día para tod@s los que se han ganado la vida con este oficio sin joder a nadie.


Néstor Restivo, Diego Palanch y Camilo Sánchez
en la cocina del primer número de Revista
DangDai, en 2011.


Hacia el periodismo meme

Ya bien entrado el siglo XXI, resulta un poco asombroso recordar el momento del siglo anterior en que el periodismo empezó a ser acusado de reemplazar al Poder Judicial.

Los medios de comunicación estaban ganando poder para condenar o perdonar a una persona, un gobierno, una empresa o una institución, por sobre el Poder Judicial.

Entre muchos otros, los fundamentos de ese poder eran la confiabilidad de la información y la consistencia lógica de las afirmaciones.

La solidez de las conclusiones se basada en hechos comprobables relacionados de modo coherente.


Ya bien entrado el siglo XXI, recordar aquellos dos cimentos causa risa: son perfectamente desdeñados.

Muchos periodistas con larga experiencia, que durante gran parte de su carrera se esforzaron en publicar con lógica irreprochable sólo aquello que estaba documentado o podía ser probado, ahora son los maduros bronceados de cama solar y lentes oscuros, que visten pantalones ajustados y tienen en la punta de la lengua la frase: “¡Pero te quedaste en el pasado! ¡Eso ya pasó de moda!”


Lo que define a la postverdad es que la conclusión a la que se llegaba, ahora es la premisa. O sea, aquello que debe ser tomado sin discusión, sin cuestionárselo, tal como es.

Ya no son necesarios ni datos comprobados ni una ilación lógica para fundamentar lo que se dice.

En todo caso, se manotean datos que sirvan y se desecharán datos que contradigan. 


Se llega a esta brutalidad entre otras cosas porque los medios de comunicación (igual que el Poder Judicial) se fueron haciendo menos y menos confiables.

Si antes “está en el diario” o “lo dijeron en la radio” era la garantía de que una afirmación era confiable, ahora no vale nada. 

“Clarín miente”.

“C5N es Cristina 5 Néstor”.


Como nada es confiable, se elige “creer” aquello que, por algún motivo, satisface más.

Una versión de la realidad puede ser preferida a otras por la emoción que causa, por el placer que provoca su conflictividad, porque cumple mi deseo (el deseo de pertenecer a un sector social más alto está muy fuerte), porque me conviene, porque es algo próximo a mí, y sobre todo, porque confirma lo que yo quiero.

“Me”, “mí”, “yo”: las razones por las que se elige una determinada versión de la realidad está siempre centradas en lo individual. 

Se elige lo que me conviene y en contra de la sociedad.

El interés social, el bien común, son ignorados de un modo agresivo. La política es odiada.

El individualismo es absoluto.


Esta es la herencia que le estamos dejando a nuestros hijos.

Observo a mis chicos, que son chicos promedio. 

Ignoran que existen los diarios, jamás escuchan la radio, la televisión no es parte de su mundo. 

¿Cómo se enteran de lo que sucede en la realidad?

Asumiendo que la realidad no les interesa, se enteran por memes.

Todo lo saben por memes.

En los memes encuentran los hechos y su interpretación —de lo cual, además, desconfían.

Esa desconfianza, surgida de las sospechas que le causan los viejos que mienten mientras declaman “¡esto es verdad!”, se convierte en socarronería, en humor decontracturado y ácido.



La revista Barcelona se adelantó bastante a esto.

Ya bien entrado el siglo XXI, es de esperar que en no mucho tiempo La Nación, Clarín, Página 12, Perfil, Tiempo Argentino, etcétera, sólo publiquen memes por redes sociales.



martes, 1 de junio de 2021

Del sermón del padre Jorge, cura gaucho

Hoy me levanté escuchando a Silvio Rodríguez. 

Cantó esas palabras que me emocionan mucho, “soy un hombre feliz y quiero que me perdonen por este día, los muertos de mi felicidad”. 

Siempre me hace pensar eso. Hoy pienso que no es posible soportar la muerte de Jesús.

Pero el mensaje completo es que sí, que lo torturan hasta matarlo. Que lo clavan en una cruz a martillazos limpios, para que se lo coman los caranchos y para que lo vean los otros judíos que se quieren hacer los locos como él, que quieren rebelarse contra los poderosos. 

Lo que dicen Marcos, Mateo, Lucas, Juan es que Jesús, su amigo, está ahí, colgado como un animal que han matado. 

Y ¿saben qué? Si no pasara toda esa bestialidad, perversa, inmunda, humana, no podría aparecer la fe de que se puede superar la muerte. 

Sólo con ese pobre Cristo rebajado a carne colgada puede nacernos la fe de que pese a que nos maten, podemos salir adelante.

Podemos salir adelante por nuestros muertos.


¿Qué se hace con el cadáver de libro?



En la película de ciencia-ficción Rollerball todos los documentos del pasado están guardados sólo en una computadora (tiene nombre como la Hall de 2001 Odisea del espacio). La computadora se puso loca y perdió todo el siglo XII.

Se puso loca y millones de horas de trabajo para registrar y conservar todo el siglo XII ya no se podían recuperar nunca más.

Algo así hizo el emperador Qin Shi Huang, cuando ordenó que sólo existiera un lenguaje y que los demás fueran suprimidos para siempre (cofradías secretas se pasaban de generación en generación una de las escrituras prohibidas, en lugares ocultos para no ser asesinados).

Sabemos que acceder al modo en que otros se enfrentaron a las mismas cosas que nos enfrentamos nosotros, nos enriquece y nos permite desenvolvernos mejor.

Ese acceso nos lo dan los libros, el invento más prístino para la preservación de otros mundos. 

Un libro es una llave a realidades diferentes.

Entre todas las cosas que existen, la llave tiene duración eterna.

También la tiene libro.

Nos da una dimensión extraordinaria recorrer los libros de nuestros abuelos. 

No hablamos del “Texto tibetano de los muertos”, sino del “Libro tibetano de los muertos”.

El libro es eterno porque su contenido trasciende nuestras vidas.

Transferimos ese principio de eternidad al objeto en una operación mágica —ubicados en la magia desde que tocamos la eternidad del libro—, y acabamos olvidando que el objeto libro, el papel, la tinta, tiene un ciclo de vida y una muerte, como cualquier objeto de este mundo.

Podemos tener un libro, quizás toda la vida, quizás hasta algunas generaciones, pero al final acabará desintegrándose. 

Hoy se me desintegra este divino libro de Alexander Pushkin, que me ha hecho muy feliz gran parte de mi vida y al que creí eterno como eterna es la juventud y las palabras de Pushkin.

Pero Pushkin murió (joven aún) y también muere este libro. Las hojas se salen solas, y al tocárselas, se hacen polvo como las alas de una mariposa guardada en un cajón por años.

No sé qué hacer con sus restos. Tirarlo a la basura me resulta sacrílego.

¿Lo enterraré?

¿Lo quemaré?

¿Lo tiraré al río?