miércoles, 26 de octubre de 2016

La fantasía de nuestra madre

  
Estos días se me presenta la fantasía de que el amor que nuestra madre nos tuvo a mi hermana y a mí, existe como una especie de poder que continúa después de su muerte, hace casi un año.

El alma, el Cielo, Dios, la Virgen, todo eso son fantasías.

Pero pueden ser hermosas fantasías, y quién dice que las fantasías no ayudan a vivir.

Incluso pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte.

Por eso me gusta la fe, que es una elección. Es elegir que una fantasía es posible.

Como decisión, creo (como crear) en la fantasía de que el amor de nuestra madre es parte de este mundo, no del más allá, y que influye y nos beneficia.

También creo que tenemos que trabajar para que ese beneficio resulte en algo bueno. No es nada más quedarse sentado y esperar.

Ahora que escribo esto, me parece que lo que digo es de una simplicidad muy boba. Pero es lo que tengo en la mano.

No tengo ese sentimiento sublime de que nuestra madre era una santa y era pura bondad. Es más, si me pongo a revisar su vida, tengo muchos enojos y negrísimos reproches.

Más bien, he liberado mis sentimientos. No los fuerzo al homenaje, hoy que ella cumpliría años si estuviera viva, pero tampoco al olvido.

Y lo que aparece es esta fantasía.



martes, 25 de octubre de 2016

Tiempo pasado


— Sí, nos compramos un auto nuevo —me dijo Elena, mi ahijada.
Hablamos de autos, de marcas, de saber manejar.
Luego me contó:
— Mi papá me dijo que fuera a despedirme del auto viejo. ¡No sé qué quería que hiciera! ¿Se supone que debía hablarle, darle un beso?
— Tu papá ama infinitamente lo que pasó, y desprecia lo que sucede ahora.
Hace algunos años decidimos inventar una ceremonia en que nombramos a Elena mi ahijada, y a mi hija Irina, la ahijada de sus padres, Pablo y Mariela.
Ahora Elena tiene 20 años y cada lunes viaja desde Rosario a Buenos Aires a tomar un curso en la Facultad de Medicina. Llega a mi casa poco antes del mediodía, a veces almorzamos, luego va al curso y a la noche regresa a su ciudad.
Hablamos de los modos que tienen las personas de conservar las cosas.
— Para algunos, las cosas se vuelven parte de su cuerpo.
— De su afecto.
— Claro, es difícil tirar a la basura un regalo o un recuerdo en que está depositado el amor.
— Pero no se puede guardar todo.
Elena se divirtió cuando le conté que mi hermana tiene dos celulares inutilizados porque ha excedido la capacidad de las memorias guardando fotos. Ni siquiera las quiere pasar a la computadora.
Nunca antes había venido sola. Y estas son las charlas más largas que hemos tenido en nuestra vida. Sin embargo, anda por la casa como si hubiese vivido siempre aquí. Ayer se puso a lavar los platos como si nada, no para que yo la viera, sólo porque después de comer se lavan los platos. Y más tarde vi que había repuesto el papel higiénico. Tuvo que buscar bastante en el lío que tengo para encontrar los rollos.
No sé si sabrá la infinita familiaridad que me causa esa confianza que siente con mi casa.
Me derrite cualquier soledad como todas las sombras desaparecen y pareciera que nunca existieron, cuando abrís la ventana de par en par a la hora en que el sol brilla a pleno.
No hay necesidad de retener nada cuando las cosas son así.












domingo, 23 de octubre de 2016

Anglófilos, francófilos, sinófilos



Hace hoy un año, el Washington Post superó al The New York Times con 67 millones de visitantes en su página web contra 66 millones. Lectores de todo el mundo aprenden qué es la realidad a través de un diario norteamericano.
A muchos franceses no les cae simpático que uno les hable en inglés. Entre otras razones, eso es parte de  la antigua competencia entre aspiraciones imperiales entre Francia y el Reino Unido.
Esta semana, me encontré con una chica muy joven que se derretía de amor por los ingleses.
Tengo un amigo que sufre el mismo síndrome de derretimiento por los franceses.
Yo, que podría haber muerto en la guerra de las Malvinas, tengo muchos amigos de mi generación que cultivan un odio visceral contra los ingleses. Están alineados con los folcloristas, como Luis Landriscina, que organizó una marcha de desagravio cuando The Cure vino a la Argentina.
Ahora China intenta hacerse amigo de todos los países del Globo, para lo cual es indispensable que los demás hablen su idioma.
Ha instalado casi 500 institutos Confucio por todas partes, está becando a miles de estudiantes de chino.
Seguramente los chinos entienden lo importante que son los afectos en estas contiendas.
Tienen armas muy buenas para esa pelea —tanto como es una brutal desventaja competitiva la distancia lingüística entre otros idiomas y el chino.
Muchos visitantes se enamoran de China, regresan a sus países con una fuerte necesidad de volver lo antes posible.
Y todo el tiempo escucho comentar que los chinos son buenos anfitriones y buenos amigos.
Estamos en el escenario de la disputa cultural de los imperios. La arena del softpower. Podríamos sumar, pero siendo una disputa, es lógico que nos sumemos a los menosprecios, acusaciones, prejuicios y exclusiones.
No digo que reprimamos la anglofilia, la francofilia, la sinofilia.
Sólo advierto que estamos metidos en una batalla.
Es mejor que lo sepamos, si queremos beneficiarnos todos.

Si nos dejamos atrapar por la inocencia, no seremos más que carne boba que sirva a uno u otro bando.

domingo, 16 de octubre de 2016

Bienvenida mamacita


Quisiera que se acepte no que los géneros sexuales no existen, sino que existen tantos como a la gente se le dé la gana, y que cada uno no sea masculino o femenino, sino esto y aquello y aquello y aquello, y todo, si así lo siente.
Un poco por esto es que me da decirle comadre a las madres, pero los que no nacimos con el cuerpo correcto, nunca vamos a dejar de asombrarnos ante lo inconcebible de que fabriquen una persona allí dentro.
Y como si ello no fuera poco, muchas lo terminan de fabricar haciendo las cosas para que les vaya bien. Porque un humano no caminaría en dos patas si no lo enseñaran, y en total no sería persona si la madre no lo terminara de hacer.
Claro que en esa etapa el padre reclama comadrazgo, pero, al igual que otras personas, es una función de la madre. Es la madre quien lo hace. ¿Qué guerra mundial, qué sonda que navega por el espacio, qué ejército de miles de soldados de terracota enterrados puede compararse a fabricar una criatura en las entrañas y luego como persona, afuera?

Las madres demuestran que la ciencia es un juego de niños al lado de su brujería infinitamente poderosa.






Pronto la editorial El Bien del Sauce publicará Mariposa de Otoño, en el que comparto una serie de relatos para contar la historia de cómo mi madre murió una vez que cumplí con su deseo, cargado de amor y culpa, de que yo me reencontrara con mi padre.
De alguna manera, ella me había apartado de él desde que nací.

Tres días antes de la noche en que murió rompió por unas horas el velo tirano de la enfermedad que la estaba terminando, para venir a escuchar cómo yo le relataba a nuestra familia y amigos de toda la vida, el viaje que había hecho a China para entrar con mis pies en la casa donde nació mi padre, casa de la que ella sabía y yo no.

viernes, 7 de octubre de 2016

Tranqui con esas palmas

Hace tiempo quiero decirle esto a mis amigos músicos.
Que no insten al público a hacer cosas.
Cuando el público se copa mucho, hace las cosas solo.
A veces corean la canción tan fuerte que ustedes nada más le apuntan el micrófono, y sale buenísimo. "Beautiful", dijo Freddy Mercury. 
Pero si el público no palmea es porque no sucedió lo que debía suceder.
Y si lo consiguen levantar forzando al público, se ha arruinado algo.
Mejor enfrentar las cosas.
Mejor no mentir.
Mejor admitir que ha pasado algo no tan bueno, así cuando sucede algo bueno, todos sabemos que es posta.






domingo, 2 de octubre de 2016

Un hongkonés en Argentina


Hemos hecho un arreglo con Turkish Airlines desde la Revista Dang Dai: le prestamos la historia de la migración de mi familia china y ellos nos llevan a que sigamos tendiendo un puente entre la gente de acá y la de allá.








Hong Kong  está en el sur de China.
Es un grupo de islas y una península, la península de Kowloon, que pertenecen a la provincia de Guangdong.
Los ingleses tomaron posesión del lugar en 1841. China se lo cedió en comodato, y fue parte del Reino Unido hasta 1997.
Desde entonces volvió a la Madre Patria como Región Administrativa Especial de Hong Kong de la República Popular China.
Su autonomía política es relativa, pero conserva la economía capitalista, sistemas administrativo y judicial independientes, su propio sistema de aduanas y de fronteras.
Su nombre en chino es 香港. En pinyin, el idioma que usa para pronunciar el chino, se dice Xiānggǎng. Significa: “Puerto Perfumado”.

En los años en que el siglo XX llegaba a su mitad, un encadenamiento de tempestades políticas, sociales y económicas sacudieron a Hong Kong y le dieron nueva forma.
En 1942 sufrió la invasión japonesa, que la marcó con horror.
Muchos de sus habitantes huyeron al continente.
Pocos años después regresarían, junto con cientos de miles más, que se autoexiliaban ante la llegada de la Revolución Socialista de Mao Zedong.
Hong Kong supo recibirlos y en la década del 50 transformó la bomba demográfica en un florecimiento económico que la convirtió en una potencia del Pacífico.

En la masa de cantoneses que pasaron del continente a Hong Kong estaba Ng Liuko, un comerciante que tenía una esposa y seis hijos.
Era una familia entre miles de familias.
Fueron los ancestros de las generaciones de hongkoneses que vendrían. Los padres de los hongkoneses de hoy.
Personas conocidas en Asia por su pujanza, su habilidad para los negocios, su capacidad de adaptación, su buen humor y su entrega a todo lo bueno que tiene la vida.

Ng Liuko trabajó desde el amanecer hasta muy tarde en la noche, día tras día, año tras año. Progresó en su nuevo comercio, hizo estudiar a sus hijos, sacó su familia adelante.
Él y los suyos fructificaron en medio de la primavera de Hong Kong.
Apostaron fuerte y sin miedo, y ganaron.

Con los años, el mismo ímpetu llevaría a la familia a seguir buscando horizontes.
En 1954 el segundo de sus hijos, un jovencito de apenas 17 años, con una valija de cuero y un traje nuevo, se embarcó rumbo a Sudamérica, el otro lado del mundo.
En aquella época, la travesía equivalía a un viaje a Saturno.
Era elegante y esmirriado, con un aire intelectual. Y era, como todo hongkonés, completamente suficiente.
Su nombre era Ng Ping-Yip.
Era técnico textil y se enroló sin hesitaciones en una misión de 30 hombres que iría a poner una fábrica en el lugar más remoto de Hong Kong.

Hong Kong es tropical. El calor es eterno y la humedad embarduna los cuerpos con una jalea sempiterna.
Mi padre, Ng Ping-Yip, llegó con el contingente de hongkoneses al frío del Puerto de Buenos Aires un invierno en que Argentina ya estaba crispada por las luchas en torno a Juan Perón.
Pasaron por el Hotel de Inmigrantes y luego se encaminaron a su destino final, la ciudad de San Nicolás.
Uno de los compañeros de Ng Ping-Yip, ya muy viejito, recordaba la madrugada en que llegaron.
“Yo estaba muerto de frío. Nos dejaron junto a una ruta, en un descampado. Vi aparecer una bestia colosal, roja, con un pescuezo hercúleo. Me miró a los ojos. Terminé de aterrarme al ver cómo por su hocico gigante largaba chorros de humo como un dragón”.
El humo era el aliento que exhalaba un caballo, animal que sólo podía haber visto en el hipódromo de Hong Kong al que aquel chico nunca había ido.

Estaba aquella barra de muchachos en San Nicolás, ciudad emblemática de la Argentina partida del siglo XIX. Había sido la bisagra entre Buenos Aires y Las Provincias Unidas, y luego fue la sede del Acuerdo que parió la Nación.
Mucha historia argentina, pero nadie había visto un chino en persona.
Y de repente, allí estaban aquellos trabajadores chinos, unos chicos, todos iguales, todos chinos. Lo más parecido a extraterrestres que tuvo San Nicolás.
Con el tiempo, el hielo inicial se fue rompiendo.
Los nicoleños les enseñaron a hablar español, los chinos se dejaron adoptar y se hicieron amigos.
En la fábrica textil que montaron y luego pusieron en funcionamiento, ESTELA, los muchachos se mezclaban con las operarias. Pronto ellas los invitaron a los picnics. Eran los años de postguerra, la Era de la Juventud, cuando se bailaba el rock and roll en todas partes.
Inevitablemente nació el amor.
Para la época en que se les terminaron los dos años de contrato, varios estaban de novio.
Entre ellos, Ng Ping-Yip.
Algunos regresaron a Hong Kong y dejaron el amor en San Nicolás. Otros, como él, eligieron quedarse.

Algunos años después Ng Ping-Yip se casó con la novia que conoció en uno de los picnics, Celia María Lorenzo. La chica pertenecía a una familia multitudinaria de vascos del campo, que acogieron al chinito como a un hijo.
El hongkonés tenía a su extensa familia del otro lado del planeta, pero había encontrado lugar, solito, en otra parentela de la que cada año nacían varios niños y cuyas fiestas se alargaban sin límite.

De esa época feliz nacieron dos hijos, Ana Luis y quien esto escribe.
Ng Ping-Yip, originario de Hong Kong, se hizo un nicoleño hecho y derecho. Iba a cazar perdices, comía asados en la casa del Dr. Brenna en una de las islas Lechiguanas, jugaba al tenis en el Lawn-Tennis Club, llevaba los hijos a la escuela.
Era el supervisor del turno nocturno de la fábrica ESTELA.
En una inundación del río Paraná ayudó a rescatar a su suegro, que se negaba a abandonar la casa.
Alquiló un colectivo y llevó a toda la familia a otra ciudad, donde se casaba un cuñado.
Tomaba vacaciones con su familia en la Villa General Belgrano, del Valle de Calamuchita, en Córdoba.
Con su mujer vieron en un enorme televisor en el living, la llegada del hombre a la Luna, las peleas de Ringo Bonavena y los Sábados Circulares de Pipo Mancera.
Era hincha de River. Le gustaba Di Palma. Escuchaba a Jorge Cafrune.
Tomaba mate con su suegra, doña Luisa.
Le decían Pényu. Sólo cuando me puse a aprender chino, de grande, supe que ese nombre, que en realidad es péng you, significa “amigo”.

Aquella vida llegó un día a su fin.
Hongkonés al fin, dispuesto siempre a pagar el precio necesario del progreso, puso rumbo a Nueva York.
La pequeña valija de cuero que había llegado de Hong Kong 20 años antes formaba parte de la pila de bártulos de la mudanza desde San Nicolás a los Estados Unidos.

En un departamento de la calle Mulberry, en el Barrio Chino del Lower Manhattan, esperaría a los nicoleños el viejo Ng Liu-Ko, con su esposa y el resto de sus hijos.
La sangre hongkonesa se reuniría, con la Estatua de la Libertad de fondo.

No fue hasta 40 años después que pude conocer Hong Kong.
Ya maduro como periodista, establecí en Buenos Aires el proyecto Dang Dai, de comunicación entre Argentina y China.
Es el primer medio dedicado al intercambio cultural entre los dos países.
Y es la manera que he encontrado de trabajar con mis manos, fuera de mí, los cabos que tengo sueltos en mi interior.

El desarrollo del proyecto Dang Dai hizo indispensable que yo conociera China y planifiqué un viaje exploratorio, de dos meses por 14 ciudades, del extremo Sur al extremo Noroeste, al extremo Este.
Y empecé por Hong Kong.

El año pasado un avión de Turkish Airlines me llevó de Buenos Aires a Estambul, y de Estambul a Hong Kong.
Caminé por las calles de la infancia de mi padre.
Contemplé, flotando en las aguas, el reflejo de los rascacielos de vidrio y acero que él nunca vio.
Miré a los ojos a la gente.
Su gente.
Mi gente.
Una parte de mí estaba de regreso.




Gustavo Ng
Buenos Aires, septiembre de 2016