lunes, 30 de abril de 2012

La raya de tiza



1. Lo que hay ahí

Nunca pude apartar de mí una anécdota que mi madre me contó cuando yo era un chico de segundo grado. En un manicomio un loco trazó una raya de tiza en el suelo de cemento y horas después lo encontraron muerto, con la cabeza destrozada: se había matado en el intento de pasar por debajo de la raya.
Diría que esta historia se me ha quedado suspendida a pocos centímetros de mi cabeza.
También la historia de que mi madre se la contara suelta de cuerpo a un chico de siete años.
A ella se la había contado su primo Nelson, que era médico residente en un hospital psiquiátrico. “Él vio al loco”.
Nelson llevó a mi tío Coco al hospital para que lo conociera. Coco le había insistido porque estaba muy intrigado con la locura; luego entendió que él también se estaba volviendo loco y para no terminar como aquellos que vio internados, reducidos a un estado deplorable y larvario, se pegó un tiro en la cabeza.
Muchos años después internaron a mi primo Héctor en aquel mismo hospital psiquiátrico y yo iba a visitarlo, con la misma curiosidad de mi tío Coco.
Esa necesidad de entablar una lucha cuerpo a cuerpo, fundiéndose en el riesgo de morir, con la otra realidad extrema que está acá mismo y no la vemos.
El ansia de encontrarse aquí y ahora con el Diablo, o con Dios.

2. Matrimonios

Mi hermana se casó con un tipo que estaba a medio camino entre el exterior y el interior del hospital neuropsiquiátrico. Mi hermana es una mujer dura, resistente, y duró con ese hombre los últimos 27 años. Un día entendió que hacía mucho que ya no estaban juntos y le propuso separarse. Él se negó, y así comenzó un tira y afloje en que él se mantuvo en su decisión y mi hermana cada vez lo soportó menos. Un día el subconsciente de mi hermana hizo lo que ella no se animaba: le mostró a su marido que estaba con otro hombre. Esto desató la consabida revolución, la violencia, la obsesión, y mi hermana decidió tomarse unos días lejos de su ciudad, en Buenos Aires. Vino a parar a la casa de Sandra.
Sandra fue mi primera esposa, hace 29 años. Pocos meses después de casarnos me enamoré de su hermana. Inmediatamente corté, con Sandra, con su hermana, con el matrimonio, la familia, con toda la vida aquella que habíamos armado.
Toda la vida aquella era una raya de tiza en el suelo.
También lo fue enamorarme de la hermana.
Mi hermana conservó el parentesco con Sandra, quien todos estos años ha despotricado contra mí, y lo sigue haciendo. Anteayer, sin ir más lejos, le dijo a mi hermana que yo le sigo arruinando la vida por aquello que hice.
Hay gente que tiene muy buena memoria.

3. Un desafío cinematográfico

Anoche estaba tomando algo con una amiga con la que coordinamos talleres de redacción de cuentos en los que los escritores son crotos, gente que vive en la calle. Muchos de ellos, a propósito, suelen ser inquilinos de los hospitales psiquiátricos.
Mi amiga es una persona dinámica, humanitaria y luminosa, y en algunas cosas nos entendemos fantásticamente, en el Cielo, y en otras nada. De repente vi que pasaban por la vereda del bar en que estábamos mi hermana, aquella exesposa mía y su hermana. 
Tuve el impulso de salir a saludarlas, pero me frenó la certeza de que tendríamos un momento de violencia.
Me apuré a contarle todo a mi amiga, antes de que el grupo que iba por la vereda desapareciera. Ella no entendió, naturalmente, porque era una historia demasiado larga para ser contada en un instante, y una vez que pasó el momento, ya perdió interés.
Fue como un desafío cinematográfico imposible: contar la complicada historia que explica lo que está sucediendo ante nuestros ojos, antes de que la escena termine, en 140 segundos.
Luego continuamos charlando, pero alguien siguió paradito arriba de mi cabeza mirando en dirección hacia donde se había dirigido aquella comitiva, intentando ver si la distinguía a la distancia.
Finalmente le dije a mi amiga que sabía que estarían en el Paseo de La Plaza y le pedí que me acompañara.
    ¿Para qué? —me preguntó— ¿No me dijiste que no te pueden ni ver? No entiendo para qué querés ir. ¿Para hacer bardo?
    Sí, para hacer bardo —reconocí.

4. Mi vida sin Verónica

Una vez que hube acompañado a mi amiga a que tomara su colectivo para reunirse con otras chicas de su edad —mi amiga tiene edad para ser mi hija— y me quedé solo, pensé que el bardo no era lo mismo para ella que para mí.
Si mi amiga no lo entendía automáticamente, como lo entiende Verónica, me habría llevado años explicarle cuánto necesito el bardo que es mi manera de remover el légamo del lecho del río, allí debajo del agua fresca y diáfana en que se desarrolla la vida de mi amiga, para que del revuelto aparezcan los pedazos del Diablo.
Esos pedazos son los que dan vida a todas las criaturas y cositas de acá arriba en los inocentes paisajes de la superficie que brillan al sol.
Es muy joven aún mi amiga, y nació cantarina, sin sentido de la oscuridad, y no puede comprender que esos encuentros son los que nutren de sentido mi vida, y que vivo para procurarlos, y luego dejarlos escritos.


jueves, 26 de abril de 2012

Revista Dang Dai


A mis compañeros Camilo Sánchez y Néstor Restivo.

En el comienzo fue la chispa fundadora de Camilo. Hágase.
Luego llegó mi disparate y mi desmesura. Un incendio.
Ahora es el imperio de la perseverancia de Néstor, el trabajo que nunca descansa. Empieza a forjar fecundidad.
Estamos haciendo algo.
Esta gente anda en algo.
Camilo y Néstor escribieron la biografía de Conti, cuando aún estaba fresco su asesinato. Fueron ellos quienes me contaron en aquella época, antes de que lo escuchara de Aníbal Ford, que Conti se gastó para montar una empresa pesquera de aletas de tiburón en Santa Cruz. Nos haríamos ricos, dijo Ford. En algún momento de nuestras vidas decidimos que algunas personas sean nuestros héroes reales, héroes abuelos, tatas de carne y hueso. Aspiramos su locura y con eso amasamos nuestra vida.
Camilo, Néstor y yo estamos jugando, en todos los sentidos de la palabra. Y como en todo juego de verdad, estamos haciendo una épica. Será chiquita, absurda, pero es una épica.
Conti escribió Alrededor de la jaula; una de las Marguerite, Yourcenar o Durás, dijo algo muy sensato: una vez en la vida se debe dar una vuelta alrededor de la jaula.
Hay que merecer esa aventura, y merecida, hay que hacerla. Si es en patota, mejor.

Restivo, Dieguito y brazo de Fiera (diseño), Camilo.

lunes, 23 de abril de 2012

Las olas que no paren

Esta canción identifica una parte de mí, quizás un hilo enredado en una madeja de mi fondo, quizás algo que quedó atrapado en una cicatriz muy vieja, o quizás un sentimiento fugaz, un estado del alma efímero, y mañana ya no me diga nada. Pero la tensión con que se pare el dolor que hay acá, la agonía feroz, la rabia por la belleza del mundo la comparto en esta hora con la cantante.




Agua en el aire

viento del norte

verde culpable

y las olas que no paran

las olas por favor que no se paren.

 

Aire en el agua

sol de agonía

de espuma blanca

sobre las olas caía

las olas que no paren todavía.

 

Si alguna vez el mar se calla,

si alguna vez no baila el agua

si alguna vez tiene un deseo

es pa bailar con el agua de nuevo

que el mar no puede quedarse quieto, tan quieto.

 

Hambre de luna

fuego sin cruces

la carita desnuda

y que canten en la noche

esta noche bruna.

 

El mar es el mismo repetido

sólo cambia el puerto y sus besos con el río

vete al mar la boquita del mundo

y las olas que no paren

que no paren ni un minuto.

 

Si alguna vez el mar se calla,

si alguna vez no baila el agua

si alguna vez tiene un deseo

es pa bailar con el agua de nuevo

que el mar no puede quedarse quieto, tan quieto.

Cada media tarde media luna me sonríe

Letra de Media luna me sonríe, de Javier Limón, cantado por Carmen Linares.

Cada media tarde media luna me sonríe
vuelvo hasta tu calle
donde tu recuerdo vive
donde viven los jazmines
que lloraban en ventana
donde mi alma descansa libre

Vuelven siempre una a una tus palabras
volverán también los cantes
a las cayitas del alba
cuando el sol abra su mano
abanico de luz blanca.
Volverá triste mi llanto
y mi soledad amarga.

Lágrimas de olivo
suelo quieto y rama seca
nieve dura y blancos pinos
cubren ahora nuestra puerta
y siento sin ti mi alma muerta.

Cuando vuelva otra vez la primavera
me verán tan sola, como el agua de la piedra
quieta y ya con frío pa’siempre.
Aire y luz, fuego y cielo
Y aire nuevo,
volverán las rosas
y mis labios a besar tu cara hermosa
volverán  los esclavos de tu boca

Vuelven siempre una a una tus palabras…








sábado, 21 de abril de 2012

Vergüenza y orgullo



Hijo a su padre: Deberías ser mi orgullo y sos mi vergüenza.
Padre: Soy tu vergüenza porque estás en la hora de aborrecerme. Espero estar haciendo de mi vida algo que te dé orgullo en el futuro.

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Desde la zona de los Poemas Polacos se agrega:



Mi padre nunca fue mi orgullo.
Aún hoy sueño con un papá curioso y dedicado.
A veces me sorprendo mirándolo envejecer y pienso,  lo juro, ahora viene y me muestra algo.
Defino me muestra algo:
Quisiera  ver lo que escribís
o
Cuándo es tu concierto?
o
Mirá esta foto que saqué
o
vamos a ese museo que te gustaba?
Mi padre no fue casi  nada en mi vida y en algunas ocasiones fue un miserable.
Me mostró debilidad, pollerudez, enfermedad, mentira.
Pero.


Mi padre, en la ruta, yendo de vacaciones, para repentinamente el auto y me dice, yo sé que te gustan los girasoles.
Nos quedamos esperando entredormidos y a los largos minutos me entrega dos girasoles enormes amarillos carnosos.
Siempre que nos fuimos a la ruta, mi papá paró el auto  para arrancarme girasoles.
Cuando quiero quererlo, me visto de amarillo y respiro aliviada.


Confesión.





viernes, 20 de abril de 2012

Último taller en el Hogar Kaupé



Ayer coordinamos el último taller en el Hogar Kaupé, que aloja a mujeres que atraviesan problemas graves, entre ellos, no tener dónde ni cómo vivir. El taller comenzó en junio y debió haber terminado la semana pasada, pero la semana pasada murió Néstor Kirchner y su muerte se convirtió en un acontecimiento histórico, quizás el más importante del nuevo siglo, junto con los explosivos sucesos de diciembre de 2001, y demoramos la despedida.
Desde una semana antes debatíamos con Maite, Nati y Cristian, el equipo al frente del taller, cómo sería el último encuentro, y no terminábamos de decidirnos. Pero ayer, en algún momento del día, mientras llevaba a mi hija al dentista, me vino a la cabeza que les daría a las mujeres del Kaupé esta consigna para que escribieran: Bajo del tren y camino hasta la casa de mi infancia. Me abre la puerta esa persona que siempre quise tanto.
Era una consigna diferente a las que dimos cada semana porque transgredía la condición de no interpelar directamente la vida de las participantes. El taller se planteó como “altamente recomendable”, pero no obligatorio, y la medida que esta calificación tuviera de obligatoria era la de evitar la intromisión en asunto personales. Estamos muy lejos de entender que el alojamiento en lugares como este se paga como un castigo con el derecho a casi cualquier contraprestación. Sin embargo, la eficacia del taller anidó en la posibilidad de que cada participante dejara de ser invisible. Hablamos mucho de esto a lo largo de los tres años que venimos haciendo los talleres. Fuimos viendo el drama penoso hasta lo insoportable de que una persona como cualquier otra, se transforme en invisible. Algunas de las mujeres del Kaupé han pasado muchos días en la calle. Salvo algunos pocos, cientos las habrán visto dormir en la vereda y habrán seguido de largo sin hacer nada. Algunos habrán pensado que el Gobierno debía ocuparse, o las iglesias, o alguien; otros habrán teorizado sobre la injusticia en la sociedad, o con valentía se autoincriminaron y llegaron a formular que algo debo hacer, y otros habrán culpado a la mujer sentenciando que cada uno vive como quiere. La gran mayoría habrá seguido de largo sin pensar nada, porque un cuerpo tirado en la puerta de un banco o un edificio público, entre frazadas, sobre cartones, junto a bolsos, es un ingrediente infaltable del paisaje urbano. Como los automóviles, los bares, las sendas peatonales, las mascotas, los semáforos y la basura. El taller, en fin, sirve como pequeño intento en contra de esa corriente, al devolver a algunos despreciados sociales algo de su discurso, su voz, su pasado, los temas que siempre le rondan, sentimientos que estructuran su afectividad, las personas que clavadas desde otro tiempo son las que aún les dicen quiénes son, en fin, al devolverles algo de la subjetividad. Al contar una historia en el taller, las mujeres del Hogar Kaupé asientan en el mundo que son alguien, y al escribirlo, los coordinadores recibimos el registro. (La instancia que se sigue a la redacción el cuento es igual de fuerte y superadora: al leer el cuento cada participante trasciende la cárcel invisible en la que perdió todo, al tiempo que salta al vacío y es atajada por las demás. Así se recrea, antes que un lazo, la posibilidad cierta de que los lazos sociales cuya pérdida la llevaron a la falta de contención, puedan rehacerse).
De este modo, un componente subjetivo era necesario en el último taller. Las consignas para escribir debían suscitarlo, aunque eludiendo la obscenidad del dato autobiográfico. En el último taller se insistió en que el relato podía ser ficticio —de hecho, algunos lo fueron—, de la misma manera en que desde el principio se insistió en que se podía firmar con un seudónimo. La última consigna fue toda entera una firma, como si las participantes dijeran “la que escribió estos meses fui yo”. Sentí que necesitaban decirlo. El taller había concluido sin que dijeran “yo”; quienes quisieran, necesitaran, ahora tendrían la chance. Fue como el abrazo de los boxeadores al final de quince rounds a vida o muerte. Como mirarse a los ojos al final de la obra, desprovistos ya del personaje al que dimos vida y nos hizo vivir.

Francisca comenzó a llorar cuando expliqué la consigna.
— ¿A cuántas cuadras quedaba la estación de tren de la casa donde vivías cuando eras chica? —le pregunté.
— A catorce —me dijo, casi antes de que yo terminara mi pregunta. Me miró fijamente, mientras los hermosos ojos grises, siempre duros, invencibles como los de un ave rapaz, se le llenaran de agua.
Algunos dicen que no hay mujeres de la calle, que si hay hombres que permanecen viviendo años en la calle, las mujeres no están más que unos días, porque quieren un amparo y lo encuentran. El caso de Francisca contradice la observación porque estuvo en la calle mucho tiempo, hasta que las llagas de las piernas hicieron inevitable la contención de un refugio.
Francisca es también una de las participantes más formales y la más cortés del taller. Sabe en cada momento qué decir, cómo comportarse, con perfecta mesura y sentido de la oportunidad. Muchas veces me marcó qué correspondía hacerse en determinada situación: no apurar a alguien, no prometer sin fundamento, vestirse adecuadamente para una ocasión, soltarse y divertirse cuando era el momento de festejar. Ella se las arreglaba para hacerlo notablemente bien, sólo con la ropa usada que distribuye Cáritas. Siempre tuvo razón en sus marcaciones formales y yo le agradecí que me enseñara.
Escribía con dificultad. Esto la compungía y le causaba mucha inseguridad. Escribía indignada consigo misma, rezongando imperceptiblemente, para no molestar con ello. A cada palabra preguntaba si estaba bien lo que había escrito. Entendimos que requería una persona junto a ella todo el tiempo, y la dejamos con su dificultad hasta que pudimos sumar a Cristian. Entonces las cosas fluyeron mejor. Con el tiempo, sin embargo, entendimos que aquel no era el problema principal con Francisca, sino que no podía atenerse al tiempo estipulado para escribir. Los talleres eran de dos horas. La primera estaba dedicada a escribir y la segunda a leer y escuchar. Cuando todas las participantes habían terminado su texto —algunas lo tenían listo a los tres minutos—, Francisca seguía. Le dábamos más tiempo. Seguía. Más tiempo. Seguía. Las demás se impacientaban, se levantaban, se iban al patio a fumar, a la cocina, al baño. Francisca seguía. Debíamos interrumpirla para que no se quebrara el taller. Y entonces, a escondidas, seguía. Tuvimos que poner la norma de tapar los textos mientras alguien leía el suyo para que Francisca pudiera escuchar a las demás. Esa imposibilidad de poner un punto final y la estructura de los relatos (sensaciones de acontecimientos sin un nudo que requiriera un desenlace) nos llevaron a entender que el desarrollo de los relatos de Francisca era un deambular.
El final del taller nos dejó con otra sospecha: era probable que Francisca sí concibiera historias con final, en las que el transcurrir errante, azaroso, fueran parte de la historia, pero no su sentido. Quizás Francisca era una escritora de novelas (en el taller aparecieron perfiles nítidamente definidos según los géneros literarios: novelistas, cuentistas, ensayistas, poetas). Podía ser que la manera adecuada para que Francisca escribiera cabalmente fuera el acompañamiento de alguien durante un período largo. Sin embargo, eso trascendería los objetivos del taller, en el que los tiempos, necesidades, características y anhelos personales deben ajustarse a la mecánica del grupo. El taller tiene la función de reimpulsar lo que podemos hacer con otros como aquello que nos da la oportunidad de encarar el mundo y nos hace humanos. Los caminos que se recorren en soledad, en los que las realidades interiores y exteriores coinciden, llevan a trascender los límites humanos, lo que puede estar muy bueno, pero si alguien acaba sufriendo con ello más de la cuenta, no está mal que se de un baño de tribu para empezar otra vez.

Noemí pudo estar en poco talleres. Era una mujer de una sola pieza, práctica y diligente. El tipo de personas que asombra ver en un hogar que refugia mujeres por los problemas que tienen a la hora de valerse por sí mismas.
Escribía expeditiva, cabalmente siguiendo las indicaciones que se le daban; sus relatos eran informes técnicos sin afectos, sensaciones, vivencias, inclusive fantasías. Noemí era sincera y eficientemente simpática, y el trato con ella no comportaba el mínimo conflicto. Un día me llamó aparte y me dijo con una fuerte carga de ansiedad que estaba buscando trabajo de lo que sabía hacer: era podóloga, masajista, sabía armonizar. Además quería aprender. Con todo su sentido pragmático le interesaban los ángeles y arcángeles, la radioestesia, la grafología, la aromoterapia, la calorterapia, Saint Germain y los siete rayos.

Damiana era una de las mujeres que necesitaba contar su vida más de lo que el taller requería, o, como dije, permitía. Su relato biográfico la desbordaba y se coló en cada cuento que escribió. Desde un primer momento ella determinó que el taller fuera un espacio catártico y cada jueves nos regaló el desafío de que pudiéramos encauzar su afectividad masiva. Alguien, en general Maite, le ponía una mano en el hombro cuando Damiana iba terminando de leer su relato y la voz se le deslizaba abruptamente al llanto. Toda Damiana era ese desborde de sentimientos de amor arrasadores. Tenía el coraje de enfrentarlos y nos llamaba para que estuviéramos en aquel momento con ella. Siempre escribía sobre su infancia muy pobre en la selva de Formosa, sobre su mamá y un hermano, y sobre el papá que no recordaba. En algunos relatos el papá aparecía sobre un caballo, muy lejos, de modo que ella no podía distinguir su rostro; en todos la quería y cuidaba. Su mamá aparecía siempre feliz. Un día dibujó a Frankenstein y me dijo “este es mi hermano. Dicen que es feo, pero no es verdad, porque es muy bueno”, y largó un llanto de dolor que llegaba desde su niñez.
Damiana es muy servicial; se ocupa natural y constantemente de las cosas de la casa. Limpia, ordena, cocina. Hablaba de un patrón, a quien cada tanto veía. Estaba al tanto de la situación de cada una de las alojadas y si una iba al hospital ella la acompañaba. Sentía que para eso estaba, para mantener la casa en pie. Fue mi amiga entre las participantes del taller.

Un día Damiana me presentó con algarabía a Esther, una nueva integrante de la familia que era paisana suya. Lo que Damiana conservaba como añoranza de su lugar de origen, Esther lo era en demasía: desbordaba esa vitalidad impetuosa de los chaqueños, correntinos y formoseños, que explotaba en extroversión, festejos y frontalidad. Todo lo ponía Esther sobre la mesa, obligando a los demás a hacer lo mismo. “¿No me quiere llevar a vivir a su casa?”, me ofreció el primer día que nos conocimos. “Déjeme pensarlo, Esther”, le dije, a lo contestó: “No me quiere responder por no tener que decirme que sí. Diga que no directamente, ¿para qué anda con vueltas?”. La idiosincrasia de su tierra le daba a Esther un temperamento arrollador, fantasioso, romántico e incansable. Sus cuentos era naturalmente, un ámbito privilegiado para el despliegue generoso de su personalidad. Se escuchaban chamamés y sapucáis en sus historias chispeantes, en las que aparecían amores fogosos, caballos, gente decidida y mucha acción. Una tarde nos encontramos con la novedad de que Esther estaba en la cama porque la habían operado. No pasaron muchos minutos antes de que apareciera en el taller. “¿Por qué no me llamó, profesor? ¿No me va a permitir que participe?” Era pura entrega a la vida. Apostaba resueltamente, aún cuando no tenía ninguna chance de ganar. Me pregunté si ese modo temerario de jugarlo todo no se relacionaba con la situación que la había llevado al Hogar Kaupé. Me dio un poco de pena y algo de bronca, y mucho de envidia su capacidad de vivir lo que tenía para vivir en cada instante.

A los últimos talleres faltó Vicky, otra mujer de personalidad imparable. Era muy joven y aplicaba una energía dinámica en cada cosa que hacía. Sin embargo, no le interesaba mucho qué hacer con lo que conseguía. Dejaba los logros a merced de las bestias del pasado. No la anclaban los desastres ni las dichas del ayer, ni la encandilaban los soles del mañana. Como una pertenencia, su vida se jugaba en el presente. Así, sus cuentos eran el producto de una aplicación ejemplar. Tenían el tipo de intensidad que los jóvenes ponen en aquello que los apasiona. Vicky se apasionaba escribiendo. Era una satisfacción deliciosa para mí sentir que la irritara que las demás hablaran mientras escribía, hasta que en un arrebato agarraba la hoja con fuerza y se iba lejos. Entonces yo la observaba con ese tipo de sentimiento que es lo más parecido al amor que uno puede tener. Ella estaba con la mirada ciega y la lapicera entre los dientes, mientras en el interior de su cabeza las personas, los hechos, los lugares, las sensaciones, los recuerdos, los temas que siempre rondan y los anhelos que siempre duermen, iban tramándose entre sí.
A veces transitaba historias trilladas, y a veces encontraba algo, una chica que intuía en un acontecimiento el anuncio de otra cosa, un hijo que cavaba un pozo en la noche y del pozo irrumpía algo de otro mundo, algo que nos dejaba a todos conmovidos, o alarmados, ciertamente extrañados. Reconociendo que Vicky había tocado el nervio del animal divino.
Podríamos haber sido amigos con Vicky, no por el taller, sino podría haberla conocido en otros lugares. Me dan miedo las mujeres incendiaras como ella, y sin embargo tienen algo me atrae como el fuego a las polillas, y ellas siempre se entretienen conmigo. Un día Vicky me trajo una carpeta en la que tenía dibujos, cartas y otras cosas que eran de su hijito. Escuché lo que quiso contarme, que era una luz en la escuela, que ella lo adoraba, y quise saber más de él y de ella con él, pero me pareció que preguntarle, pedirle que me contara con quién vivía, si ella volvería a tenerlo, qué cosas resolverían la situación insoportable que me exhibía, pensé que hacer eso sería involucrarme de un modo que, con mucho cuidado, yo había decidido que no sería útil para el taller, es decir, para el conjunto.

El taller no requirió que las participantes pudieran escribir. Una de ellas era ciega. Reiteramos todas las veces que fue necesario que no era necesario tener experiencia en escribir. Creemos que a la gente le sale escribir, siguiendo a aquel filósofo que demostraba que a cualquiera le sale filosofar. “Tenés que asentar en palabras escritas un bolazo; ¿nunca dijiste una mentirita?”, decíamos. Resultó. Siempre.
Por otra parte, había algunas participantes que conocían cómo usar determinados trucos literarios. Una noche nos encontramos con Hebe, quien de buena gana, muy educadamente, se dispuso a participar del taller. Al llegar el momento de leer, su relato nos sumió tan profundamente que nos quedamos en silencio, como si no hubiera más que decir.
El cuento que Hebe escribió en el último taller debió leerlo con la voz entrecortada por la emoción. Fue un cuento perfecto, en el que sólo contaba el recorrido que hacía con su mamá por su casa. El tiempo quedó suspendido mientras leyó. La tensión era exquisita y el desenlace fue impecable.

Ese día hubo varios relatos que nos hicieron temblar el piso. También Inés se refirió a su mamá. Inés necesitaba la contención del hogar para recuperar su cuerpo, que le estaba jugando una mala pasada. Con naturalidad se dice “la gente de la calle”, o “los sin techo”, “los crotos”, “los linyeras”. Como si se dijera las nutrias o las luciérnagas, o los galgos; como si se tratara de una raza animal, y por tanto, como si sus especímenes fueran iguales unos a otros. Es una aberración, en el fondo malintencionada. Cada persona que se queda sin un lugar ni recursos para vivir es un caso diferente. Lo que sí pueden identificarse son complejos de causas que presionan para que, bajo determinadas condiciones, una persona acabe durmiendo en la calle. Era evidente que Inés sufría mucho. Contra su cuerpo se ensañaban funcionamientos deficientes y dolores insoportables, y la injusticia de la sociedad, mostrando así su lado más siniestro. Y pese a todo… pese a todo Inés volcaba sobre la hoja cosas de su vida. Cosas como el agradecimiento infinito que le tenía a su mamá por haberla querido. En ese estado era capaz de dar, de compartir lo que guardaba en el fondo de su afecto mientras aguardaba horas en las salas de espera de los hospitales, mientras pasaba semanas en una cama suplicando que se acabara el dolor y el infierno cediera.

Maite, mi compañera coordinadora, nunca pudo ocultar su debilidad por Leonor. “Quiero que sea mi abuela, me decía. Quiero llevármela y que me cuente cuentos, a mí y a mi enano (el hijo de Maite tenía cuatro años)”. Algo le ha pasado a Leonor, algo que la llevó muy lejos y no fue bueno para ella, porque estuvo lejos de sus hijos, que es lo que más ama en el mundo. Quizás Leonor no puede controlar todas las cosas de su vida; quizás puede manejar sólo algunas, unas pocas. Es tranquila, obediente y desapercibida. Hace un gran esfuerzo en el Hogar Kaupé para cumplir bien una rutina muy simple: hacer la cama, pelar las papas, ir a comprar harina, barrer la habitación. A veces le toca coser ropa que alguien ha donado y las mujeres alojadas arreglan para que puedan ser aprovechadas por otros. A veces le toca una prenda para un bebé. Se estremece, entonces, y parece que se derretirá, pero no se derrite. Su tarea es contener ese desborde de amor maternal, que crece como hincha el mar una marea. Leonor se queda más quieta que nunca, tan quieta que no se la ve —pero algunas compañeras del hogar saben bien qué le pasa. En varios de sus cuentos aparecen muchos chicos, no idealizados, sino haciendo las cosas que hace los chicos: comiendo frutas, jugando, corriendo. A veces ponía nombre a un personaje.
— ¿Por qué se llama Daniel el muchacho?
— Como mi hijo —dice, y se queda estática. Uno no puede saber qué piensa. Controla. Controla.
Cuando llegábamos al hogar, Leonor solía estar en el patiecito abierto. “Está fumando, me dijo una de sus compañeras. Pobre, no puede dejar el —disculpe la palabra, ¿no?— pucho”. Con el tiempo yo bromeaba, “pucho, ¡soltá a Leonor!” Un día que llegamos con unos minutos de anticipación, nos sentamos con ella en el patiecito. Tenía enfrente un cenicero de pie, casi como si estuviera conversando con él. La parte superior del cenicero era un plato grande, del tamaño de un plato de comida, en el que había colillas de cigarrillos y cenizas. En un tercio del plato estaban las colillas, colocadas cuidadosamente, todas paradas de la misma manera, acomodadas con precisión aritmética. El orden era asombroso. Y había algo que era más extraordinario, irreal: en el resto del plato, tan bien acomodadas y tan iguales entre sí como las colillas, estaban organizadas las cenizas. No sólo el viento no había volado las cenizas, sino que conservaban la forma cilíndrica que Leonor les permitía adquirir mientras fumaba en su quietud maciza.
Leonor era muy querida en el hogar. A nadie más que a sus pulmones hacía mal. Calificaba los cuentos de sus compañeras con la duración y sonoridad de su aplauso —en general, cuando todas habían terminado de aplaudir un cuento, Leonor seguía, sin vergüenza, con su aplauso, que terminaba retumbando solo. Cuando le preguntábamos su opinión sobre determinado cuento, se tomaba mucho tiempo para responder, tanto que creíamos que había olvidado el tema y ya estaba pensando en otra cosa, o había dejado la mente en blanco. Y como no la apurábamos, aplacaba el ritmo del taller. Todos los demás esperábamos a alguien que iba a otro ritmo, porque uno de los objetivos del taller fue plantear una actividad que albergara la solidaridad y la comprensión. Al fin Leonor premiaba la paciencia con observaciones muy profundas y siempre acertadas, demostrando que había prestado perfecta atención al cuento de otra persona. De algún modo pagaba muy bien el favor de que nos pusiéramos de su lado cuando trataba con algo, simple, pero que manejaba con el mismo empreño con que un piloto de avión maneja un gran Jumbo en medio de una tormenta.

Teresita era la otra participante que conocía muchos trucos para crear relatos literarios. No lo confirmamos, pero era evidente que había escrito mucho. Varios de sus cuentos nos causaron entusiasmo. Una d sus compañeras observó que “Teresita es una maestra conduciendo al lector por donde quiere: lo lleva para acá. Para allá, lo sorprende a cada vuelta de la esquina, y mientras parece que está jugando, dice algo profundo”. Coordiné talleres literarios para personas que podían pagarlos. Trabajando en el área del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que se ocupa de las personas que viven en la calle, me motivó el desafío de hacer los talleres en los paradores nocturnos en los que se alojan quienes no tienen dónde dormir. Durante dos años coordiné talleres en varios paradores nocturnos, y entonces surgió la posibilidad de redoblar el desafío y hacer los talleres con personas que, además de carecer de un hogar, padecen alguna discapacidad, física, mental o ambas. Empezamos por el Hogar Kaupé. Estoy relatando qué sucedió en el último encuentro del primer taller que coordinamos en un lugar para personas que no tienen cómo ni dónde vivir, y que además ya estaría en problemas si lo tuviera. Expliqué que la mecánica de cada encuentro era que cada participante escribiera un cuento en la primera parte y en la segunda, leyera en voz alta su cuento, y escuchara los demás. Bien, Teresita tenía un grado muy alto de hipoacusia. Era prácticamente sorda —aunque era posible comunicarse con ella si uno le gritaba al oído. Esto la dejaba fuera del tramo del taller que hacía estallar la clausura individual al tener que compartirse el producto de lo que se escribió. Al principio pensé que sería un obstáculo infranqueable y que Teresita no podría estar el taller, pero estábamos jugados al desafío, y además Teresita mostraba unas ganas de participar exultantes —desde el primer encuentro en que estuvo, el ejercicio de escribir una pequeña historia le rasgó la cáscara del sufrimiento diario y brotaron en ella inquietudes netamente literarias: “necesito aprender a describir mejor, porque termino muy rápido las descripciones y me quedo con necesidad de seguir”, o “escribo porque me impulsan emociones que después no puedo encontrar en el relato”, o “me atormentan los signos de puntuación”.
Teresita escribió pasajes notables. Un hombre recobra la conciencia mientras huye, pero no recuerda por qué huye, ni quién es. Pensando que lo estaban persiguiendo sigue corriendo, pero en direcciones que cree inesperadas. Un día da con una casa en cuyo jardín encuentra un bebé. Mira alrededor, no ve a nadie. Observa al bebé solo, siente algo extraño y descubre que el bebé es su hijo. Toda la memoria le vuelve repentinamente como un estallido. En otro relato un sacerdote ve interrumpido sus oraciones en un idioma desconocido por el canto de una rana que se ha metido en la casa. El sacerdote busca la rana paciente e implacablemente, para sacarla de la casa. Fracasa. Espera un largo rato para que la rana vuelva a cantar y así ubicarla, pero la rana hace silencio y sólo vuelve a cantar cuando él ha retomado su rezo. Entonces el sacerdote entiende que el sonido de sus oraciones y el canto de la rana forman un concierto mágico, y que la voz de Dios habla en esa música.
Es un poco insoportable saber que Teresita puede pasar de largo, llevarse dentro de ella estas historias sin que nadie las conozca. Teresita, miles de Teresitas.

Por último, en el encuentro final estaba María José, quien encarnaba la otra sobredosis de desafío para nosotros: era ciega. En muchas oportunidades Cristian asistía a Francisca y Maite o Nati trabajaban con María José. Le tomaban el dictado de su cuento, la llevaban por la historia que ella proponía. Fue la solución que encontramos y funcionó muy bien. En el último cuento María José no se encontraba con sus padres en casa de su infancia, sino con sus abuelos. Preguntamos por qué no estaba en un hogar de ciegos y nos explicaron que si no podía pagar un hogar privado, tenía que ir a uno del Estado, y esos no tienen vacantes. Quizás el Hogar Kaupé no tenía la condiciones adecuadas para una ciega, pero las coordinadoras se arreglaban, como nos arreglábamos los que coordinábamos el taller de cuentos, y como se las arreglaba María José, con su ánimo imposiblemente luminoso, y con su optimismo y su alegría y sus ganas de levantarse cada día, pese a haber vivido en la calle como ciega teniendo familia, teniendo la gente del barrio, teniendo una sociedad que debería, por lo menos, responsabilizarse de sus miembros que caen en la desgracia. María José no era la Mujer Maravilla, había días que desesperaba, pero siempre la vimos, en los cuentos y en la vida, reponerse. Tenía ese ángel que le crece a algunas personas después de la catástrofe, el que insta a los demás a no aflojar, a vivir, porque si uno no se da por vencido, en cualquier momento aparecerá algo bueno. Ella, que no veía, era entre las habitantes del hogar, la que empujaba.

También las compañeras de María José se las arreglaban para que la vida de ella se armonizara con rutina del hogar. El alojamiento está planteado en parte como un medio para que las huéspedes puedan alcanzar el objetivo de reconstruir sus vidas. Así, se propone como una etapa en el camino a vivir en un lugar que cada mujer solventara. Nosotros vimos que el alojamiento era la ocasión para que varias de las mujeres se dieran a recrear una de las características más conmovedoras de los humanos: un hogar. Todas sabían naturalmente construir un grupo en el que cada uno tiene un lugar, con mecanismos de alianzas, tensiones y resolución de tensiones; con una estructura dinámica y una convivencia con reglas. Un grupo que sabe adoptar. Un lugar siempre preparado para recibir visitas. Un grupo que contiene: entre todos ayudan a quien está en problemas. Las coordinadoras nos advirtieron cuando empezamos el taller: “miren que esto no es hacer algo lindo y seguir su camino. Acá los adoptan”. Fue algo notable. Muy rápidamente entendimos que nos esperaban cada jueves. En la medida en que nos metimos en su casa, que dimos la ocasión de que contaran cosas que querían contar, que hicimos algo por que se escucharan unas a otras, por haber hecho algo para que estuvieran un poco mejor, fuimos responsables de lo creamos.

Buenos Aires, 15 de noviembre de 2010


martes, 17 de abril de 2012

Deriva

Una amiga del fondo me dice que la palabra planeta viene del griego errante.

Claro, cuando aparece la traducción la idea de planeta cambia. Quizás le faltó decir a Ricoeur que todo intento de traducción es asimilable a la metáfora.

Los griegos debían ver astros fijos en el cielo de la noche y astros errantes. Una vez entendí que los nómades vagan por un circuito, bastante definido. Yo pensaba que simplemente andaban, sin trazado, que eran verdadera, puramente errantes. Que tuvieran un circuito, que todos los años pasaran por el mismo lugar, quizás a lo largo de milenios, destartaló mi idea del nomadismo. 

Es lo mismo que el asunto de los tigres, animales puramente solitarios, que deambulan entre los riachos de la selva, bajo un techo de plantas gigantes y carnosas. Su vida es andar por allí, durmiendo solos, caminando, dándose el gusto de un chancho o un mono. Pero un día se encuentran con otro tigre. Se pelean, cazan juntos un buey, se aman. Esos encuentros hacen una red. Una trama hecha de encuentros unidos por inextinguibles recorridos de soledad.



























Huellas

"Como las artes adivinatorias, la narración descubre un mundo olvidado en unas huellas que encierran el secreto del porvenir." (Iluminado párrafo de Piglia en uno de sus deleitados ensayos en que aportó a la definición del cuento).

lunes, 16 de abril de 2012

Más de Titi Romero


Cuando te sientas solo, acordate de que hay gente que usa lentes de contacto de color.

Un amigo te dice "vos estás sola porque querés". Un verdadero amigo no te miente así.

Sólo necesito que me vaya bien. Ni siquiera lo pido por mí, es para mostrarle a mi ex.

Sos más lindo que ver que la persona que te gusta inicia sesión.

Me molesta que pienses que estoy ocupada cuando te estoy ignorando.
No te puedo extrañar si no te vas.

La mujer compra mucha ropa para gustarle a las mujeres que también compran mucha ropa.

Lo que más me importa es que vos seas feliz. Pero conmigo.

Si tiene perfume o desodorante en la oficina, es infiel.

No quiero volver con vos. Quiero que vos quieras volver conmigo.

Usar signos de exclamación es mentir.

sábado, 14 de abril de 2012

Malatesta


Jugando al tutifrutti a alguien se le ocurrió la categoría “LOS QUE QUISIERON SER FUTBOLISTAS”.
Salió la D. Uno de los participantes se avivó y puso DIEGOMARADONA.
Eh, le dijeron, ese llegó.
¿Y quién dijo que no podía haber llegado?
Tenía razón, pero inmediatamente se corrigió la normativa de la categoría, que pasó a “LOS QUE QUISIERON SER FUTBOLISTAS PERO FRACASARON”.
Aparecieron casos de famosos: en la P PAVAROTTI, en la R ROD STEWART, en la C CHICO BUARQUE, en la J JAIME ROOS, en la B BJORN BORG, en la H HERMANO MÁS CHICO DE MARADONA (ese fue muy discutido). En la T apareció TAKAHARA, también censurado porque si lo compró Boca no fracasó, y si vamos a poner a todos los que no fueron cracks... además, Takahara jugó en la selección de Japón, a lo que se le contestó con el sentido común, bué, me vas a decir que Takahara no fue un fracaso…
Pero todo fue bastante bien, hasta que el mismo vivo que había puesto DIEGOMARADONA, el vivo de siempre, en la M puso MALATESTA.
¿Y quién es ese?
Y, MALATESTA, uno que vive en mi edificio, que está en Deportivo Paraguayo.
¿Qué es? ¿Un club?
Y sí, Deportivo Paraguayo.
Pero, ¿otra vez? Si juega en un club, ya dijimos que no es frustrado.
Pero además escuchame, ¿quién lo conoce?
¡Yo lo conozco!
Ah, entonces yo pongo Mongo Aurelio y quién me discute.
¡Perdón! ¿Quién dijo que tenían que ser famosos?
Pero estábamos poniendo famosos…
¿Y?...

La discusión siguió un rato. No recuerdo si el que conocía a MALATESTA perdió los 10 puntos que le correspondían por MALATESTA o si se los concedieron pero cambiaron otra vez la normativa. Lo cierto es que en el camino a su casa se puso a pensar en el Gordo Malatesta. Era el utilero de Deportivo Paraguayo. También era de Boca, pero amaba a Deportivo Paraguayo. De chico era bueno jugando al fútbol, se destacaba, pero cuando fue a probarse ya la competencia era muy cerrada y fue quedando afuera. ¿Y qué? Lo que a él le gustaba era estar en los partidos, la hinchada, la competencia adentro de la cancha, las camisetas brillantes, los goles, la dicha de la victoria, la moral para bancarse las derrotas. Y todos sus amigos anduvieron siempre por el club. Toda la vida. Trabajó de esto, de lo otro, desde pibe, siempre dando una mano en el club, siempre yendo a los partidos. A los 20 años ya era el utilero. Y no largó más. Ahora tiene como 40, está gordo, le dicen El Gordo, no se puede atar así nomás los cordones de las zapatillas, pero es el utilero histórico. Ni se acuerda de que quiso ser futbolista. Él lo que quería era estar ahí, en los partidos.



miércoles, 11 de abril de 2012

¡Pasála!

Ayer en el fulbito: pibe que la pedía todo el tiempo. Veía los claros, se mandaba fugaz y gritaba, levantaba los brazos, miraba fijo abriendo los ojos desmesuradamente. Y cada vez que se la pasaban, hacía una cagada. Cada vez. Y en la siguiente jugada otra vez, reclamando la pelota agitadamente, a los alaridos.
¿Por qué la volvía a pedir?
¿Ignoraba que no sabe con la pelota en los pies?
¿Sólo es un tesonero?
¿Gozaba fracasando?




domingo, 8 de abril de 2012

Si alguien


Hace unos meses tuve un accidente; fue algo nimio, que me avergonzaría contar, y sin embargo estuve muy cerca de morir. Estuve a muy pocos minutos de no existir más. No se me hizo el famoso repaso de toda mi vida en un instante, pero sí pensé esto: "qué cagada que no voy a ver a..." y algunas personas vinieron a mi mente. Muchas, en realidad. Muchas, y el pensamiento —ese sí fue en verdad un largo pensamiento en un tiempo muy corto— sobre el vicio del tiempo perdido, los años que uno pasa postergando encuentros, las razones de esas postergaciones, la sensación del tiempo que creo que me sobra.
La muerte me tocó con unos dedos que sentí viscosos y eran en realidad afilados como cuchillos, y que me dejaron impregnada una sensación física que no puedo quitarme.
Y con eso, me dejaron una necesidad, no desesperada, pero bastante firme de volver a ver a muchos de ustedes.
No a todos, ciertamente. Pero sí a muchos.
Verlos y decirles lo necesario para quedar en paz.

Si alguien despierta con esta confesión a las ganas de vernos, sería un placer.
 

jueves, 5 de abril de 2012

Filocalia


La  Filocalia es la antología de textos ascéticos y místicos recopilados por Macario de Corinto y Nicodemo el Hagiorita, luego publicada en Venecia en 1782, lo que coincide con el renacimiento de la fe ortodoxa en la Grecia del siglo XVIII. Traducida al eslavo y al ruso casi un siglo más tarde, marcó la renovación del monaquismo oriental.

Asunto que me resulta espantosamente aburrido. Sobre todo teniendo en cuenta la etimología de filocalia: de Φιλοκαλια, de φιλíα = afición, amor, y de καλóς = bello, belleza. 

Filocalia es la relación que hay entre el amor y la belleza. 

Siempre me asombra cómo la belleza produce enamoramiento. Y luego más enamoramiento, y luego más y más, mientras algo dentro de nosotros se va derritiendo.
.
Y cuanto más enamorado se está, más bello es el objeto del enamoramiento.





martes, 3 de abril de 2012

La metamorfosis del Universo

"Si se utiliza el Único Tratado del Pincel como medida, entonces se
puede participar en la metamorfosis del Universo, penetrar en las formas de
los montes y de los ríos, aforar la inmensidad lejana de la tierra, medir la
disposición de las cimas, descifrar las secretas sombras de las nubes y las
brumas. Se recorra sin tregua una extensión de mil leguas, o apenas se mire
de soslayo una cresta de mil cimas, es necesario mantener siempre esta
medida fundamental del cielo y de la tierra."

Capítulo VIII “El paisaje” del “Tratado sobre pintura” de Shitao.