La mamá de Julio César Pérez se vestía con mal gusto y
hablaba feísimo, pero se sabía imponer. Cada vez que iba a la escuela le
gritaba a cualquiera que se encontrara, desde un alumno al director. Por eso y
otras cosas le teníamos rabia a Julio César Pérez, pero él era tan soberbio
como su mamá, y como a ella, no le importaba lo que dijeran los demás. En los
recreos se iba a un rincón del patio, al costado de un busto (nunca supimos de
quién) y sacaba una bolsa gigantesca de galletitas. Los demás teníamos un
paquete de Manón, con cinco galletitas, o comprábamos algo en el kiosco, o no
llevábamos nada, y nos mangueábamos o nos robábamos entre nosotros, pero Julio
César Pérez siempre quedaba aparte, metiéndose en la boca una a una sus
galletitas. A veces algún desprevenido le pedía, ante lo cual invariablemente
Julio César amonestaba: "¿yo te pido a vó? Salí de acá, pendejo
pedigüeño". Alguna vez se ligó una paliza, o que le arrebataran la bolsa,
pero no escarmentó. Le teníamos bronca y envidia, y creo que con el tiempo le
empezamos a tener lástima, porque mientras los demás jodíamos, él estaba
solito, engordando, engordando, soberbio y satisfecho.