Tengo en un taller una viejita de esas que es imposible
sustraerse a las ganas de abrazarla y mirarla. Hoy trabajamos con una crónica
de Hemingway sobre los fascistas y al terminar el encuentro me vino a contar
que su papá era anarquista. Yo sabía de él por una novela de Bayer. Fue un
anarquista fuerte. Cuando conocí el pensamiento de los anarquistas se me
prendió fuego la cabeza, como ellos querían que ardieran las iglesias —y yo que
había sido un católico empedernido. Luego, cuando empecé a tratar a los
anarquistas de carne y hueso en la Biblioteca José Hernández fui descubriendo
algo mucho más maravilloso que la lengua de fuego de Bakunin: que las ideas
salvajes, bestiales, intransigentes hasta la irracionalidad que tenía aquella
gente de igualdad y compañerismo se les hacía carne en su vida. Yo descubría
hasta qué punto el cuestionamiento que hacían de la propiedad privada había
corroído su sentido de la posesión, por ejemplo. Observaba cómo realmente
sentían como un igual a cualquiera, perdido todo sentido de las jerarquías. Y
notaba que eso, que provenía de un optimismo y una fe casi inocente en la
Humanidad, los hacía mejores personas. Personas decentes. La viejita de esta
mañana está tallada con esos sentimientos que surgieron de aquellas ideas. Es
una persona idealista, confiable y hermosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario