Dicen que Manuel Puig no pudo volver a su pueblo después
de escribir “Boquitas pintadas”, porque había revelado una cantidad de
secretos.
Lo mismo pasó con Thomas Wolfe con su novela “El ángel
que nos mira”.
Y a Truman Capote lo querían matar por sacar trapitos de Hollywood al sol en “Plegarias atendidas”.
—Nunca me comprometí con ustedes a no contar lo que me
decían —se defendió Capote, pero le recriminaron: "Lo que me dijiste me lo
dijiste a MÍ, era cosa entre VOS y YO, y vos después se lo contaste a todo el
mundo. Compartiste con cualquiera algo que surgió entre NOSOTROS. Hiciste pública
NUESTRA intimidad".
Los tres fueron acusados, vapuleados, desterrados, convertidos en parias.
Hay quien dice que fue el precio que pagaron para hacer
obras geniales, que le han dado de vivir a muchísimas más personas de las “traicionadas”.
Escribieron y compartieron lo que les pareció que valía la
pena ser contado.
Tuvieron el infidente impulso de la chusmería, el de
buscar el conflicto humano y no descartaría que no hayan tenido, también, el
impulso de dar lo que tenían, de compartir.
Sintieron la obligación ética de compartir todo lo que les dijeron y lo que vieron, de la misma manera que tenían la pulsión de compartir lo que se decían a sí mismos, leían, soñaban, comprendían y finalmente escribían porque les resultaba significativo.
Este es un dilema ético.
La mejor clase de dilema.
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