miércoles, 7 de agosto de 2013

Cuando termina la adolescencia, comienza la eternidad


No sé cuántos años tiene el restaurante, pero pareciera que está desde siempre. El piso engrasado, en los estantes detrás del mostrador las mismas botellas con el polvo centenario sobre los hombros, unas revistas desvencijadas sobre unas sillas descartadas, pero acumuladas allá en el fondo oscuro; los cuadros descoloridos, un gato peludo durmiendo tal vez desde los años en que el dueño era un joven en el servicio militar, las redondas  bandejas metálicas rayadas, la luz que ha entrado en otra época y se ha quedado, el mismo olor a comida que flota en el aire, atravesado por las generaciones.
Sentado, espero que la cocinera prepare la comida que me llevaré a casa, los "hongos  chinos blancos y negros", arroz y un "pollo al kun pao". Observo al adolescente chino tras el mostrador. Hace poco ha comenzado a ocupar ese lugar. Una noche lo encontré allí, igual a su madre, con su misma parva de pelo renegrido, su piel perfecta y su altivez. Tenía la camiseta de un club de fútbol, le hice un chiste al respecto, sonrió, bromeamos. Al hablar de fútbol uno percibe cuánto entiende el otro del tema, hasta que se establece un nivel común. Si el nivel es alto, se puede disfrutar mucho, pero para haberlo alcanzado es necesario no sólo el interés, que cualquier extranjero puede tener, sino estar criado en el país, en un barrio quizás, haber tenido en la escuela compañeritos de seis años que discutían de fútbol como si fueran adultos, haber jugado con ellos en la plaza, y allí haber sido elegido último cuando se formaban los equipos, haber visto al padre, sus amigos, sus hermanos y primos mirando los partidos por televisión, haber visto como la ciudad se vaciaba fantasmagóricamente cuando Argentina jugaba un partido en un mundial. Así es que uno se enferma de fútbol y se hace argentino. Y yo pensé "este es un chinito argentino" cuando hablamos, porque sabía cosas inútiles para la vida, como que el Pochi Chávez admira a Palermo, o que Alfaro tiene tal cábala, o que un delantero de Banfield jugó todo el campeonato asustado.
Ahora está más grande y ya no tiene la vitalidad que tenía con la camiseta de fútbol. Tiene una camisa de color... Vaya a saber qué color es, uno de los tonos de todo el interior del ensombrecido restaurante. Está parado, quieto, mirando con la mirada más impasible que puede tener un humano. La misma que saben tener millones de chinos. Parado, estático, tan en silencio como una planta de plástico junto a una columna. Los chinos ya no saben que está allí esa planta. La miran pero no la ven, es parte de la realidad dada. No hay por qué modificarla. Así ha sido por siglos y así lo será para siempre.