domingo, 2 de octubre de 2016

Un hongkonés en Argentina


Hemos hecho un arreglo con Turkish Airlines desde la Revista Dang Dai: le prestamos la historia de la migración de mi familia china y ellos nos llevan a que sigamos tendiendo un puente entre la gente de acá y la de allá.








Hong Kong  está en el sur de China.
Es un grupo de islas y una península, la península de Kowloon, que pertenecen a la provincia de Guangdong.
Los ingleses tomaron posesión del lugar en 1841. China se lo cedió en comodato, y fue parte del Reino Unido hasta 1997.
Desde entonces volvió a la Madre Patria como Región Administrativa Especial de Hong Kong de la República Popular China.
Su autonomía política es relativa, pero conserva la economía capitalista, sistemas administrativo y judicial independientes, su propio sistema de aduanas y de fronteras.
Su nombre en chino es 香港. En pinyin, el idioma que usa para pronunciar el chino, se dice Xiānggǎng. Significa: “Puerto Perfumado”.

En los años en que el siglo XX llegaba a su mitad, un encadenamiento de tempestades políticas, sociales y económicas sacudieron a Hong Kong y le dieron nueva forma.
En 1942 sufrió la invasión japonesa, que la marcó con horror.
Muchos de sus habitantes huyeron al continente.
Pocos años después regresarían, junto con cientos de miles más, que se autoexiliaban ante la llegada de la Revolución Socialista de Mao Zedong.
Hong Kong supo recibirlos y en la década del 50 transformó la bomba demográfica en un florecimiento económico que la convirtió en una potencia del Pacífico.

En la masa de cantoneses que pasaron del continente a Hong Kong estaba Ng Liuko, un comerciante que tenía una esposa y seis hijos.
Era una familia entre miles de familias.
Fueron los ancestros de las generaciones de hongkoneses que vendrían. Los padres de los hongkoneses de hoy.
Personas conocidas en Asia por su pujanza, su habilidad para los negocios, su capacidad de adaptación, su buen humor y su entrega a todo lo bueno que tiene la vida.

Ng Liuko trabajó desde el amanecer hasta muy tarde en la noche, día tras día, año tras año. Progresó en su nuevo comercio, hizo estudiar a sus hijos, sacó su familia adelante.
Él y los suyos fructificaron en medio de la primavera de Hong Kong.
Apostaron fuerte y sin miedo, y ganaron.

Con los años, el mismo ímpetu llevaría a la familia a seguir buscando horizontes.
En 1954 el segundo de sus hijos, un jovencito de apenas 17 años, con una valija de cuero y un traje nuevo, se embarcó rumbo a Sudamérica, el otro lado del mundo.
En aquella época, la travesía equivalía a un viaje a Saturno.
Era elegante y esmirriado, con un aire intelectual. Y era, como todo hongkonés, completamente suficiente.
Su nombre era Ng Ping-Yip.
Era técnico textil y se enroló sin hesitaciones en una misión de 30 hombres que iría a poner una fábrica en el lugar más remoto de Hong Kong.

Hong Kong es tropical. El calor es eterno y la humedad embarduna los cuerpos con una jalea sempiterna.
Mi padre, Ng Ping-Yip, llegó con el contingente de hongkoneses al frío del Puerto de Buenos Aires un invierno en que Argentina ya estaba crispada por las luchas en torno a Juan Perón.
Pasaron por el Hotel de Inmigrantes y luego se encaminaron a su destino final, la ciudad de San Nicolás.
Uno de los compañeros de Ng Ping-Yip, ya muy viejito, recordaba la madrugada en que llegaron.
“Yo estaba muerto de frío. Nos dejaron junto a una ruta, en un descampado. Vi aparecer una bestia colosal, roja, con un pescuezo hercúleo. Me miró a los ojos. Terminé de aterrarme al ver cómo por su hocico gigante largaba chorros de humo como un dragón”.
El humo era el aliento que exhalaba un caballo, animal que sólo podía haber visto en el hipódromo de Hong Kong al que aquel chico nunca había ido.

Estaba aquella barra de muchachos en San Nicolás, ciudad emblemática de la Argentina partida del siglo XIX. Había sido la bisagra entre Buenos Aires y Las Provincias Unidas, y luego fue la sede del Acuerdo que parió la Nación.
Mucha historia argentina, pero nadie había visto un chino en persona.
Y de repente, allí estaban aquellos trabajadores chinos, unos chicos, todos iguales, todos chinos. Lo más parecido a extraterrestres que tuvo San Nicolás.
Con el tiempo, el hielo inicial se fue rompiendo.
Los nicoleños les enseñaron a hablar español, los chinos se dejaron adoptar y se hicieron amigos.
En la fábrica textil que montaron y luego pusieron en funcionamiento, ESTELA, los muchachos se mezclaban con las operarias. Pronto ellas los invitaron a los picnics. Eran los años de postguerra, la Era de la Juventud, cuando se bailaba el rock and roll en todas partes.
Inevitablemente nació el amor.
Para la época en que se les terminaron los dos años de contrato, varios estaban de novio.
Entre ellos, Ng Ping-Yip.
Algunos regresaron a Hong Kong y dejaron el amor en San Nicolás. Otros, como él, eligieron quedarse.

Algunos años después Ng Ping-Yip se casó con la novia que conoció en uno de los picnics, Celia María Lorenzo. La chica pertenecía a una familia multitudinaria de vascos del campo, que acogieron al chinito como a un hijo.
El hongkonés tenía a su extensa familia del otro lado del planeta, pero había encontrado lugar, solito, en otra parentela de la que cada año nacían varios niños y cuyas fiestas se alargaban sin límite.

De esa época feliz nacieron dos hijos, Ana Luis y quien esto escribe.
Ng Ping-Yip, originario de Hong Kong, se hizo un nicoleño hecho y derecho. Iba a cazar perdices, comía asados en la casa del Dr. Brenna en una de las islas Lechiguanas, jugaba al tenis en el Lawn-Tennis Club, llevaba los hijos a la escuela.
Era el supervisor del turno nocturno de la fábrica ESTELA.
En una inundación del río Paraná ayudó a rescatar a su suegro, que se negaba a abandonar la casa.
Alquiló un colectivo y llevó a toda la familia a otra ciudad, donde se casaba un cuñado.
Tomaba vacaciones con su familia en la Villa General Belgrano, del Valle de Calamuchita, en Córdoba.
Con su mujer vieron en un enorme televisor en el living, la llegada del hombre a la Luna, las peleas de Ringo Bonavena y los Sábados Circulares de Pipo Mancera.
Era hincha de River. Le gustaba Di Palma. Escuchaba a Jorge Cafrune.
Tomaba mate con su suegra, doña Luisa.
Le decían Pényu. Sólo cuando me puse a aprender chino, de grande, supe que ese nombre, que en realidad es péng you, significa “amigo”.

Aquella vida llegó un día a su fin.
Hongkonés al fin, dispuesto siempre a pagar el precio necesario del progreso, puso rumbo a Nueva York.
La pequeña valija de cuero que había llegado de Hong Kong 20 años antes formaba parte de la pila de bártulos de la mudanza desde San Nicolás a los Estados Unidos.

En un departamento de la calle Mulberry, en el Barrio Chino del Lower Manhattan, esperaría a los nicoleños el viejo Ng Liu-Ko, con su esposa y el resto de sus hijos.
La sangre hongkonesa se reuniría, con la Estatua de la Libertad de fondo.

No fue hasta 40 años después que pude conocer Hong Kong.
Ya maduro como periodista, establecí en Buenos Aires el proyecto Dang Dai, de comunicación entre Argentina y China.
Es el primer medio dedicado al intercambio cultural entre los dos países.
Y es la manera que he encontrado de trabajar con mis manos, fuera de mí, los cabos que tengo sueltos en mi interior.

El desarrollo del proyecto Dang Dai hizo indispensable que yo conociera China y planifiqué un viaje exploratorio, de dos meses por 14 ciudades, del extremo Sur al extremo Noroeste, al extremo Este.
Y empecé por Hong Kong.

El año pasado un avión de Turkish Airlines me llevó de Buenos Aires a Estambul, y de Estambul a Hong Kong.
Caminé por las calles de la infancia de mi padre.
Contemplé, flotando en las aguas, el reflejo de los rascacielos de vidrio y acero que él nunca vio.
Miré a los ojos a la gente.
Su gente.
Mi gente.
Una parte de mí estaba de regreso.




Gustavo Ng
Buenos Aires, septiembre de 2016




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