— Sí, nos compramos
un auto nuevo —me dijo Elena, mi ahijada.
Hablamos de autos, de
marcas, de saber manejar.
Luego me contó:
— Mi papá me dijo que
fuera a despedirme del auto viejo. ¡No sé qué quería que hiciera! ¿Se supone
que debía hablarle, darle un beso?
— Tu papá ama infinitamente
lo que pasó, y desprecia lo que sucede ahora.
Hace algunos años decidimos
inventar una ceremonia en que nombramos a Elena mi ahijada, y a mi hija Irina,
la ahijada de sus padres, Pablo y Mariela.
Ahora Elena tiene
20 años y cada lunes viaja desde Rosario a Buenos Aires a tomar un curso en la
Facultad de Medicina. Llega a mi casa poco antes del mediodía, a veces almorzamos,
luego va al curso y a la noche regresa a su ciudad.
Hablamos de los
modos que tienen las personas de conservar las cosas.
— Para algunos, las
cosas se vuelven parte de su cuerpo.
— De su afecto.
— Claro, es difícil
tirar a la basura un regalo o un recuerdo en que está depositado el amor.
— Pero no se puede
guardar todo.
Elena se divirtió cuando
le conté que mi hermana tiene dos celulares inutilizados porque ha excedido la
capacidad de las memorias guardando fotos. Ni siquiera las quiere pasar a la
computadora.
Nunca antes había
venido sola. Y estas son las charlas más largas que hemos tenido en nuestra
vida. Sin embargo, anda por la casa como si hubiese vivido siempre aquí. Ayer
se puso a lavar los platos como si nada, no para que yo la viera, sólo porque
después de comer se lavan los platos. Y más tarde vi que había repuesto el
papel higiénico. Tuvo que buscar bastante en el lío que tengo para encontrar
los rollos.
No sé si sabrá la
infinita familiaridad que me causa esa confianza que siente con mi casa.
Me derrite
cualquier soledad como todas las sombras desaparecen y pareciera que nunca
existieron, cuando abrís la ventana de par en par a la hora en que el sol
brilla a pleno.
No hay necesidad de
retener nada cuando las cosas son así.
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