Ni lo miro. Ni lo miro de reojo.
Sé que en mi biblioteca está Niétoschka Nezvanova esperándome, en una edición
de tapa dura, con letras doradas. Está Efimov, está Niétoschka preguntando si
irán a vivir a la casa de las cortinas rojas.
Tengo una necesidad urgente de ir
a tomarlo y llevarlo a algún rincón de la ciudad, el bar de una estación de
servicio maltrecha, el patio de una iglesia, el playón donde termina una línea
de colectivos, y zambullirme en él.
Si, en cambio, tengo que leer un
autor nuevo, que tarda cincuenta páginas en decir lo que Dostoievski ha dicho
en una, lo abandono.
Quizás es mi edad; casi todos los
autores nuevos me impacientan.
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