La mujer de
Clarice Lispector fue al zoológico y halló la jirafa, un silencioso pájaro sin
alas, más un paisaje que un ente, una carne que se distrajo en la altura y la
distancia.
Luego vio al
hipopótamo, húmedo, un arrollado rollizo de carne, carne redonda y muda,
esperando otra carne rolliza y muda. Con la humildad de mantenerse sólo carne, en
el dulce martirio de no saber pensar.
Vio a los monos felices como hierbas.
Encontró al
elefante, una potencia que, sin embargo, se dejaba llevar al circo, un elefante
de niños. Tenía una bondad de viejo en los ojos, apresados en la enorme carne
heradada.
En el camello vio
paciencia, paciencia, paciencia. Tenía un olor a polvo que ella olió, alfombra
vieja dentro de la cual circulaba la sangre gris. Era un ser de estopa, estaba
en trapos, masticándose a sí mismo, entregado al proceso de conocer la comida.
Finalmente
encontró al búfalo, dentro de un sobretodo marrón, respirando sin interés. Estaba
tranquilo de odio.
Ella había ido al
zoológico para encontrar el animal que le enseñase a leer su propio odio.
Quería odiar. Quería saber dónde aprender a odiar para no morir de amor.
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