sábado, 24 de marzo de 2012

Rostro asado


Mi hija se puso de novia con un otakumetalero que vive en uno de los lugares más abandonados al olvido de Dios del Gran Buenos Aires. Una tierra que se parece a los barrios del norte de Rio de Janeiro —se asocia Rio con la mágica floresta deliciosa cubriendo gentiles cerros que van entrando en el mar tibio; aquel lugar está en el sertão, un paisaje yerto donde las lagartijas caen deshidratadas por el calor despiadado y donde los árboles están cubiertos de polvo seco como el yeso. Justamente en uno de esos barrios, en Duque de Caxias, vivía mi novia negra, negra violácea, diosa del corazón de las tinieblas, y yo iba a amarla en su casa y ella me llevaba a algún terreiro, los fondos de las casas donde se hacían los ritos umbanda. En tanto, yo también era el novio de Nati, que conmigo se daba una biaba de exotismo: había saltado fuera de su pasarela de niña rica, y entre hijo de banqueros e investigador próspero del Canadá, tuvo unos meses de locura conmigo, un tipo medio chino, medio negro cabeza, medio bohemio, medio aventurero y otros medios.

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Años después encaré la misma historia desde otro lugar. Con Laura nos hicimos cómplices en el rostro asado: le conté que aunque el talón de Aquiles de mi fisiología son mis vergonzosos intestinos, una y otra vez me zambullo en las comidas más extremas que encuentro, y así fui feliz en Bolivia, en los lugarcitos para comer en las ferias, abarrotados de familias sobre cajoncitos de frutas y más aún, en un velorio en una casa perdida entre los pliegues del Altiplano. Una comunidad entera se movía de acá para allá, con lentos movimientos y tan en silencio que sólo se oía el viento que daba contra las piedras desparramadas por el suelo. En medio de la nada un hombre con campera de jean y gorro de beisbolista asaba carne sobre una parrilla desvencijada. Me acerqué; sobre la parrilla había tiras de corazón, tripas, algunos cortes de carne indistinguibles y tres cabezas de un animal despellejadas. Inquirí sobre aquellas cabezas. El asador habló tan bajo que no escuché. Más tarde llevaron las cabezas a una mesa y la gente se acercaba y cortaba algún pedazo sobre su plato y se iba a comerlo por ahí. Eran cabezas de llamas. Yo también me serví un pedazo —de la quijada, y estaba muy rico, aunque daba algo de impresión masticarlo y más tragarlo. De regreso en Puno alguien me explicó que el almuerzo al que yo había ido se hace tradicionalmente al octavo día del entierro de un muerto y se asan las cabezas porque asándolas se les explotan los ojos, que es lo que sucede el mismo día con los ojos de los muertos en el seno de la tierra.
Nos sentimos pares con Laura en el gusto que nos causaba la bestialidad silenciosa de aquel asunto, la frontalidad del nombre de la comida, rostro asado, su musicalidad, su imagen y la maciza carga de símbolos de que estaba preñado. Ella hubiera querido venir conmigo a aquel almuerzo, y luego hubiéramos regresado juntos al mundo familiar, a nuestra casa, a la vida normal de todos los días.
El rostro asado, en fin, requiere la excepcionalidad. No puede uno vivir de rostros asados.

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A lo largo de mi vida seguí ensayando maneras de abordar el rostro asado. La fórmula incluye dos términos: por un lado un mundo exótico y extremo, desconocido, impredecible; por otro, la realidad permanente, familiar, donde habita el cotidiano, la normalidad. Las relaciones posibles con estos términos son también dos: la pertenencia y la incursión. En las diferentes aplicaciones de la fórmula yo me planté en la normalidad (por ejemplo, con Laura) o fui lo exótico (por ejemplo, para Nati) y estuve con personas que estaban en mi mundo familiar o que pertenecían al mundo exótico (por ejemplo, Marlúcia, mi novia negra).
En otros ensayos estuve con alguien con quien éramos mutuamente exóticos, para crear un cotidiano como una isla flotando en el Universo, y desde allí incursionar el exotismo del otro.
Y con alguien para quien yo era una aventura extravagante, pero abandonó su mundo de normalidad en el que todo estaba previsto y se instaló en el mío, convirtiendo la extranjeridad, alienación, enajenación que me habita en su mundo familiar — y también el mío.

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Posiblemente esta estructura sea la de la traducción. La posibilidad de traducir, asimilar, integrar al mundo familiar algo de otros mundos, exteriores o internos.
Ayer una amiga, hija de un chino y una argentina, nos convocó a Camilo y a mí para que la ayudáramos a darle forma a su idea de escribir un libro sobre cómo ella introdujo el psicoanálisis en China.
Cuando nos despedíamos Camilo le preguntó a quemarropa:
    ¿Cuántos viajes hiciste a China?
    Veintidós.
    En un solo concepto, ¿qué te dejó China?
    ¡Tantas cosas!
    Sí, pero si tuvieras que resumir en una, o elegir una sola cosa.
Ella pensó unos instantes. Los tres nos quedamos atrapados por su silencio. Al fin dijo:
    Encontré respuestas a las preguntas que había tenido toda mi vida. Siempre supe que era distinta, que me hacía diferente tener un padre chino. Identificaba en mí aquellos rasgos en que me parecía a mi papá, y cada uno de ellos era un enigma. Cuando estuve en China pude verlos en todo el mundo y se me hicieron comprensibles.






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