Una vez vi a un chino que agarró un palo fino y un plato y
puso a girar el plato en la punta del palo. El plato no paraba de girar y el
palo se mantenía paradito.
No contento con su hazaña, el chino agarró otro palo y otro
plato y repitió la hazaña.
Cualquiera hubiera buscado el aplauso, pero el chino tenía
una absoluta máscara de impasibilidad, y sin perder el tiempo, agarró otro palo
y plato y otro palo y plato. Y otro, y por imposible que parezca, otro más.
El público pasaba de sentir admiración a no poder dejar de
sentir asombro; de pensar "¡qué habilidad!" a preguntarse "¿cómo
hace?"; de ver un soberbio número de destreza a atestiguar algo imposible,
porque el chino no paraba de sumar platos girando sobre palos.
Y cuando llegó a cierta cantidad, desmesurada, volvió al
primer plato y le dio un toquecito para reimpulsarlo en su rotación, y luego al
segundo, y así hasta el último, pero entonces, en vez de volver otra vez a
reimpulsar el primero, antes puso a girar otros cuantos platos.
Así, yendo y viniendo sobre el escenario, ágil como un gato
en peligro de muerte, sobre sus zapatillas de monje budista, leve como si fuera
de algodón, flexible como una alga bajo el agua, con su cara de nada, sus ojos
como dos agujeros hecho con un cuchillo, concentradisimos, sus flacos dedos de
lagartija, así el chino instaló un bosque de palos con platos que giraban
locos. El chino corría sin parar, manteniendo en pie su extraña y desaforada
creación.
Yo era un chico de cinco o seis años; la escena me pareció
angustiante e hipnótica, y me dormí. No recuerdo ni dónde desperté, ni si mis
padres me contaron cómo continuó el número. Si alguien me dijera que soñé todo
aquello no podría negarlo.
Sí sé que muchas veces pienso en aquel chino. Me pregunto
cuánto tiempo habrá seguido con el juego, cuál sería el momento de finalizarlo,
cómo haría para ponerle fin.