Hay globos de un cumpleaños, restos viejos de una fiesta,
atados a una columna. Sólo uno se conserva grande, los demás se han hecho
mustios y cuelgan muertos como pasas de globos.
En el televisor pasa interminablemente la noticia de la
muerte de un cómico. Veo que Josefa está mirando, con su pelo blanco y
anaranjado, sentada a una mesa. Cuatro hombres están con ella. Uno, dormido.
En otras mesas hay otros. Están sentados, nada más. Algunos
hablan, la mayoría ya no.
Más allá hay en un espacio que funciona como un living, con
varios sillones que miran hacia un televisor. En los sillones hay muchos
cuerpos. Me acerco, les digo con voz fuerte que en un lugar hay libros que
pueden pasar a buscar. No percibo ningún movimiento. Sólo me responde una mujer
que grita en la televisión las alternativas del entierro del cómico.
Alguien me cuenta que tuvieron que cortarle la pierna al
señor que siempre se sentaba al final de la mesa donde hacemos el taller y emitía
un grito de pájaro en el momento en que daba un sacudón con la cabeza.
Pero, en fin, como sea hay que largar el taller de cuentos.
Está la señora que padece de tos crónica, el boxeador que
pelea con la muerte de sus hijos, la señora que no escucha, la señora que está
muy mal de los intestinos, el señor de gorra roja, que siempre lleva alguna
herramienta en la mano.
Quizás no tengo fe en que el taller de cuentos le sirva a
las personas que asisten y sé que no es muy útil al Parador de Tercera Edad
para Personas en Situación de Calle, pero una porfía que no puedo justificar me
impide aflojar, y cuando llega el miércoles vuelvo a estar allí dentro, entre
las personas paquetes, las sillas de rueda, los olores y los televisores que
emiten una programación vacía.
Pues aquí estoy, irremediablemente, con la tenacidad
despojada de esperanza.
Les pido a los participantes que escriban sobre un señor que
grita y golpea una lata, gallinas que llueven desde un eucalipto y girasoles
luminosos.
Les doy hojas, lapiceras, los dejo para que cada uno se meta
en lo suyo. Uno muerde la lapicera, otra mira el vacío, otra lee y relee las
consignas que dicté y copió en la hoja con letra trémula. Pero poco a poco,
una, otro, se animan a escribir. En medio de todo aquello, escriben. Pocos
tienen documento de identidad, muchos han perdido su nombre, casi ninguno ha
puesto su firma en algo desde hace muchos años, quizás jamás lo hizo. Han
vivido en las veredas, debajo de una autopista, en las estaciones de trenes,
comiendo de los tachos de basura. Han sido un cuerpo de basura para la gente
que anda por la calle. Y sin embargo, cuando los invito a escribir un cuento
sobre el señor de la lata, las gallinas y los girasoles, se les enciende algo y
empiezan a escribirlo.
Llega el momento en que cada uno lee lo que ha escrito. Amalia
escribió sobre la añoranza que tenía el viejo de unos girasoles de su infancia.
Omar escribió una historia vibrante, llena de acción, cuyo final agarró a los
personajes con gestas y aventuras sin terminar —el relato era una introducción
a una narración larga de sucesos apenas anunciados. Delia escribió sobre un
viejo que comprendía de golpe que los girasoles, las gallinas, las estrellas,
los sonidos, el mar, todos los santos y él mismo eran parte del hálito de la Creación.
Esa historia disparó una larga digresión sobre las
posibilidades de regresar al pasado, quedarse en el presente y si vamos hacia
el futuro o si el futuro viene hacia nosotros. Alguien dijo que todas esas
dudas estaban despejadas por el relato de Delia, que al hablar de la Creación,
hablaba de un continuo de tiempo, porque la Creación es incesante, y por tanto
es la Eternidad.
Alguien contestó que la Eternidad estaba en el pasado,
porque lo que pasó queda inmutable para siempre, mientras que el presente y él
futuro aún están por definirse.
Contrariando ese punto de vista, otra de las participantes
postuló que el pasado es fácilmente mutable, porque cada vez que alguien
recuerda un hecho, lo recuerda diferente, cambiando y olvidando cosas, e
inventando, y que lo único eterno es el futuro, porque el presente puede
reducirse a un instante, pero el futuro no tiene fin, y él tiempo sin fin es la
Eternidad.
Otro punto de vista vino a impugnar los anteriores con la certeza
de que el presente es un instante, pero continuo, y que el pasado no es más que
el presente que pasó y él futuro, el que vendrá, pero que son sólo funciones
del presente, y que en su continuidad sin comienzo ni fin, el presente es lo
único eterno.
Cuando brilla bajo la luz de su amado Sol, el campo de girasoles
reluce en la Eternidad, dijo Rubén, que había estado callado hasta entonces. El
eucalipto no es perenne; antes que perenne es eterno, y por el aire de la Eternidad las gallinas están cayendo, siempre cayendo, siempre cayendo.
“Alguien las está creando todo el tiempo”, acotó Delia, “y
ellas siempre están cayendo".
"¡Pobres gallinas!", dijo Susana, y todos reímos,
mientras también reía el público desde el televisor, donde el cómico que ahora está muerto gritaba
con un saco de rabioso amarillo luminoso.