Tras un siglo de gravitación
del pensamiento de Sigmund Freud sobre nuestra sociedad, comprendemos que el Complejo
de Edipo es el origen de todos los problemas de la Humanidad.
Pero a esta altura, bien ha
dicho la psicoanalista Mariela Mangiaterra que nada le parecía más entrañable y
lejano que aquella época en que un hombre podía desarmarse de turbación cuando
se le decía “ocurre, señor, que usted está enamorado de su madre”.
He aprendido que el amor por mi madre me ha enredado en muchos
aspectos de mi vida, especialmente en el de construir una vida en pareja. Podía
engañar a mi madre un tiempo, especialmente porque sabía que ella festejaba que
yo fuera muy machito y tuviera éxito con algunas chicas, pero de ningún modo
traicionaría su amor. No cruzaría la línea de la lealtad. Mis parejas nunca
duraron. No habría de traicionar a mi madre con ninguna chiruza.
Por otro lado, A mis casi 60 años llego a la conclusión de que
lo único que me interesa de la relación con otras personas es hacer contacto
con su lado salvaje. Todo lo demás me parece frusilería, pérdida de tiempo,
vicio, muerte en vida. Y entonces recuerdo las noches en que llegaba mi madre
de operar en el hospital, a la medianoche, o a la hora de la cena. Estaba
radiante. No parecía ella. Tenía en los ojos una dicha de ángel despiadado, y
se ponía a contar todo, la cirugía con lujo de detalles, qué habían dicho los
médicos, los asistentes, y también la historia de la persona, quiénes la
acompañaban. Cada relato era como el repaso de una vida, una novela, algo
increíblemente vívido, jugados como estaban sobre la mesa la muerte, la
salvación, la vida, el sufrimiento, la dicha.
Recuerdo aquello y lloro de amor por mi madre. Si estuviera
viva, correría en este mismo momento a pedirle que vuelva a contarme del hombre
que recibió más de 40 puñaladas peleando con uno de sus hijos en brazos, del
desastre de guerra para el que no alcanzaban los quirófanos cuando un colectivo
chocó con un camión en la ruta, de la mujer que era tan gorda que necesitaron
quitarle 35 kilos de grasa para poder operarla, del marinero filipino a quien, para
intervenirle el corazón, tuvieron que partirle al medio un tigre tatuado tan
hermoso que el jefe de cirugía le hizo sacar una foto y la colgó en su casa
como un cuadro.
No recuerdo bien las historias, las contaba cuando yo era muy
chico, pero la luz que irradiaba no era de este mundo, y no sé si era porque
por el dichoso Complejo de Edipo que yo estaba tan enamorado, o si era una loca
genial que permitiendo que el Demonio Divino entrara en ella me enseñó el
camino que más me gusta, el de la intensidad.
Gustavo, que maravilloso ser recordada así, con esa luminosa agresividad, con esa admiración a la belleza brutal del desprecio a las nimiedades.
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