lunes, 1 de enero de 2018

Un espacio para una familia


Estimado Hernán:

Te escribo para hacerte una consulta, atendiendo a los conocimientos de ornitología con que me has asombrado en nuestras clases de yoga.
Vivo solo en un mínimo departamento en el centro de Buenos Aires, que me compraron mis padres cuando me vine a estudiar a esta ciudad.
Eso fue en 1981. Ahora tengo 55 años.
El departamento consta de un solo ambiente, que basta y sobra para la vida que llevo; vivo de escribir y paso la mayor parte del día aquí dentro, trabajando en mi computadora. Tal vez me gustaría tener un balcón, pero sólo hay una ventana con un angosto alféizar, sobre el que he dispuesto algunas macetas de plantas que se cuidan por sí mismas. No soy una persona extremadamente cuidadosa.

1

Hace tres años un casal de palomas torcazas llegó a ese ínfimo alféizar de la ventana y comenzaron a tener una conducta amorosa. El macho cortejaba a la hembra, esta parecía dejarlo hacer no apasionada pero conforme, y en los días que siguieron, mientras se apareaban a cada rato, comenzaron a construir un nido.
Llamaron mi atención. Debo confesarte que me alegraban las horas. Secretamente me asombraba que mi lugar fuera elegido como espacio para la construcción de un hogar. A mi edad y luego de haberme dado por vencido en el propósito de formar una familia, me he asumido estéril y resignado a vivir en un departamento que es a la vez eremita, nave y bulín. Produzco textos en silencio y en la oscuridad —textos que no sé muy bien adónde van a parar, porque he conseguido escaso éxito como escritor.
En definitiva, estoy muy lejos de generar esa energía bulliciosa, cargada de imprevistos, alegrías y preocupaciones que es la vida en familia. 
De modo que el hecho de que aquellos animalitos, aún tan pequeños, con los que no podía establecer ninguna comunicación, hubieran elegido mi lugar, me dejó un tanto absorto y con una alegría cándida.

Me di en observar al casal de reojo mientras trabajaba.
A cada ratito llegaban con una ramita. Pensé que eran como pequeños autómatas, actuando sólo las decisiones que mandaba su instinto. Quizás en el espacio donde está el edificio, antes de que se construyera la ciudad, había árboles, y las palomas anidaban allí siglo tras siglo. Su instinto les manda anidar en el sitio.

En fin, la verdad es que deseé que hicieran el nido, que pusieran huevos, que nacieran pichones y los criaran.
La vida me alegra. Quizás nada me alegre tan profundamente
No me abalancé a intervenir para favorecer la decisión de las torcazas. Sin embargo, dejé de usar el colgador de ropa y mantuve la persiana abierta siempre a cierta altura. Aún así, sin ninguna razón aparente, repentinamente el casal abandonó la construcción del nido y no volvió a la ventana.
Y mi vida volvió a su normalidad.

2

En la primavera siguiente regresaron, con el mismo plan. Y yo sentí lo mismo que el año anterior. Quizás por algún sentimiento de culpa por no haber sido suficientemente buen anfitrión, esta vez les compré una cajita, la ajusté entre dos macetas y coloqué dentro un colchón de la viruta de madera que se usa para empacar objetos frágiles.
Era un nido ideal y las torcazas lo adoptaron de inmediato. La hembra puso dos huevos perfectos y se abocó a empollarlos sin contradicciones.
Todo anduvo bien los primeros días. La hembra no abandonaba el nido en ningún momento, yo me abstuve de colgar ropa que la asustara al moverse y volví a dejar la persiana estancada.
Una noche sonaron truenos y escuché el golpeteo de gotas sobre la persiana. Un aire fresco irrumpió dentro del departamento con el olor a lluvia, metálico y renovador. Los truenos se hicieron violentos y la lluvia creció en ímpetu, hasta que enloqueció. Llovía a baldazos. A la mañana siguiente la paloma no estaba y la caja tenía agua hasta tapar los huevos.
Todo se había echado a perder. Los huevos necesitan permanentemente el calor del cuerpo de la madre y allí en el agua fría, los embriones ya estaban muertos.
Otra cosa que debo confesarte, querido amigo Hernán, es la angustia que siento cada vez que rompo un huevo para cocinar, porque temo encontrar un feto. La idea de que muera una vida que está naciendo me causa un horror más allá de mí. No sé por qué siento esto. No soy vegetariano ni antiabortista ni nada de eso, es como una especie de trauma que no puedo explicar.
Con bronca, tiré el agua, tiré los huevos, tiré el nido, tiré la maldita caja. Me indignó ser tan tonto que no preví que aquello podía suceder.
Al año siguiente me duraba la bronca y cuando llegaron las palomas, las eché.


3


Se fueron asustadas —parecieran animales definidas por el susto—, pero al parecer no ofendidas, porque este año volvieron, y empezaron con todo exactamente como la primera vez.
Me agarraron paciente y sabio y les dispuse una red de alambre como base para que hicieran el nido. Ellas comprendieron y lo tejieron de modo consistente, que retendría el calor de la madre y dejaría escurrir el agua, si llegaba a llover.
La hembra puso tres huevos y los empolló con ese sacrificio que los varones jamás podríamos sostener.
Al principio estuve respetuoso, pero llegó un día en el que iba a espiar el nido a cada rato. Por alguna circunstancia, en esa época yo estaba más solo de lo normal. En general, mi tarea me obliga a la soledad, pero siempre tengo alguna invitación o algún mensaje que me demoro en contestar, de modo que siento que hay personas del otro lado de la línea. Esta vez no y las palomas torcazas eran mi única compañía. Además, no me pedían nada, no tenía que hablar con ellas ni había complicaciones de ningún tipo que tensaran la relación.
Nuevamente liberé el área de la ventana. Mis hijos están grandes, yo ya no haré nido, que lo hagan ellas.  
Estuve pendiente de la empolladura o del, para decirlo impropia pero exactamente, embarazo de la paloma. Ella me hacía compañía en mi vida como los chicos de Gran Hermano a las ancianas que viven solas.
Y he aquí que, aunque con el macho desaparecido, el embarazo fue llevado a término y tres pichones nacieron el día de mi cumpleaños.
Los pichones eran unas criaturas feísimas, como unos gusanos muy gruesos, oscuros y un poco recubiertos por una pelusa amarilla muy desagradable. No pude distinguir su forma.
A la tarde salí a hacer unas compras y al volver a la noche apenas me asomé a mirar presentí antes que ver, que algo andaba muy mal. La paloma no estaba. Instantáneamente supe que los pichones no aguantarían el frío sin su madre encima.
Pensé que la madre quizás volvería, pero pasaron los minutos, y al fin una hora, y otra, y no volvió.
A esa altura los hijitos ya debían estar muertos.
Si hubiesen sido más grandes, los habría criado, como crié muchos cuando era niño, pero estos eran demasiado pequeños.
Me sentí mal físicamente. Como si hubiese fumado demasiado. Bajé la persiana de un golpe. No quería saber más nada de aquello. Dormí mal, despertándome a cada rato tenso como un nudo apretado.
Cuando a la mañana levanté la persiana, estaba el nido pero no estaban ni la madre ni los pichones.


4


Tres días después volvió a aparecer el macho, con su arrullo para llamar a una hembra al nido del alféizar. Me cayó muy antipático; abrí la persiana hasta arriba, retomé el control del lugar.
¿Puede tu conocimiento, estimado Hernán, explicar qué fue lo que sucedió?
Y además,  ¿puede la ornitología echar luz sobre mi obsesión con los pichones y la crianza, este sentir que el amor de criar justifica la vida?
De mi abuelo se decía que era portentoso para que las gallinas pusieran mares de huevos, las chanchas parieran permanentemente lechadas multitudinarias, las yeguas y las vacas tuvieran siempre dos crías, todas robustas y espléndidas.
Su esposa, mi abuela, tuvo 15 hijos.
Mi madre alimentó en su vejez gatos, cada vez más, tantos que invadieron su casa de un modo siniestro.
Todas las personas de mi familia tienen esta locura.
Quizás el amor es un artilugio creado por la vida para perpetuarse.
Claramente la vida no tiene escrúpulos, carece de un signo ético. Su pulsión no es la bondad, ni el bien de los demás, sino el de continuar.
Para eso se vale tanto del amor como de la devoración de unas criaturas por otras, o sea, se vale del amor tanto como de la muerte.


EPÍLOGO

El último episodio con las palomas que relaté ocurrió horas antes de que yo hiciera un largo viaje.
Los días que estuve afuera pensé mucho. ¿Qué había provocado aquel desastre? ¿Habría sido un ave rapaz, de las que se alimentan de palomas? Nunca había visto ninguna cerca de mi ventana.
Podría haber sido una rata. Hace muchos años que no veo ratas en mi edificio, pero cerca del nido vacío había unos corpúsculos negros que podrían ser heces de rata.
¿Podría haber sido una pelea entre palomas, por el nido mismo?
¿O podría haber sido algún otro pájaro?
Como para confirmar mi intuición, en los días siguientes a mi regreso observé una mañana, que parado frente al nido con esa quietud irreal de los pájaros, había un benteveo. Su enorme y fuerte pico me recordó que se alimentan de insectos, y recordé que los pichones me habían parecido gusanos. También me vino a la memoria que una vez crié un pichón de benteveo con trocitos de carne cruda.
¿El crimen de los pichones podría haber sido obra de un benteveo, Hernán?
Como fuera, poco después la paloma había vuelto a anidar.
La normalidad parecía retomar su rutina, hasta que escuché unos aletazos violentos y al acercarme vi dos palomas peleando sobre el nido. Claramente eran dos hembras que se lo disputaban. La pelea se extendió por dos o tres días, al cabo de los cuales los dos huevos iniciales se habían convertido en cuatro.
Cuando una de las hembras quedó en el nido, habiendo echado a la otra, arrojó uno de los huevos fuera.
Tantas cosas habrían pasado, en tres o cuatro primaveras. ¿Qué habría que esperar ahora?
Pues lo que sucedió fue quizás lo más sorprendente: la hembra se clavó allí hasta que dio a luz dos pichones.
Y ahora mismo los está criando. Crecen vigorosamente, se vuelven muy grandes día a día. Ya empiezan a tener forma reconocible de palomas.
Ayer atestigüé una escena digna de un documental: volvió a aparecer el benteveo. Se lanzó contra el nido y la paloma erigió sus plumas como un puercoespín y defendió a los pichones con bravura.

Más tarde llegó mi hija. Le conté todo esto. Un largo relato, que quizás escuchó.
Al fin me dijo:
— ¿Por qué no le preguntás a ese muchacho con el que vas a yoga, el que sabe de pájaros?
Es una chica muy lista.
Luego se fue a la casa de su novio, y yo me puse a escribirte.









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