Mi tía Irma, la
soltera, era supervisora de enfermería en el hospital de San Nicolás.
Era una mujer
dura. Desde chica fue curtida por una vida que no la consintió en nada.
En el hospital
las demás enfermeras, los administrativos e incluso los médicos, la respetaban
hasta el temor. Era difícil no obedecerle. A todos trataba de usted.
Era una mujer
entera y blindada. Era perfectamente responsable y seguía las reglas, de la
ética, del trabajo y del trato con las personas. Hacía lo que correspondía de
modo implacable y obligaba a los demás a hacer lo correcto.
Los pacientes
también le temían, pero ella hacía que cada uno fuera atendido de modo cabal. Todos
sentían una sólida seguridad cuando ella estaba; en algunos generaba una fuerte
estima. Hubo quienes la admiraron y le estuvieron agradecidos toda la vida.
No era dada a
perder el tiempo charlando. Sin embargo, fuera de las horas de trabajo, a veces
hablábamos. Yo era su ahijado y nos teníamos un cariño muy profundo.
Hablábamos de
temas muy personales. Un día hablamos de cómo estaba cambiando el modelo de
mujer, y le pregunté cómo vivía ella ser tan independiente, en contraste con las
mujeres de su edad, que estaban recluidas a una vida en sus casas, atendiendo
al marido y criando hijos.
“No hubiera
podido vivir esa vida”, me dijo.
“¿Pero no te
sentís sola, sin nietos que jueguen en tu casa?”
“Y sí, muchas
veces me siento sola. Pero en el hospital no hay lugar para sentirte esto o
aquello”.
El hospital, que
era donde se atendía a toda la ciudad, era vasto. Ocupaba casi una hectárea, en
la que se extendían salas interminables, pobladas por una sucesión de camas
como si fuera una fábrica, y también había salas más chicas, de terapia
intensiva y otras. No sé cuántos pacientes había, pero eran una multitud. Antes
de terminar su turno, mi tía Irma visitaba paciente por paciente. Revisaba la
condición en la que estaba, verificaba junto a las enfermeras de la sala si le
habían administrado la medicación que tenía recetada, si le iban a hacer el
tratamiento que estaba programado.
Finalmente,
hablaba con el paciente, y eventualmente con la persona que lo estaba
acompañando. En algunos casos, mientras hablaba con un paciente, le sostenía la
mano.
Así, uno por uno.
Con cada uno se
quedaba el tiempo necesario.
Si algo no estaba
bien, se ocupaba de corregirlo, y no se retiraba hasta que se el tema se
solucionara. Muchas veces se iba a su casa, en su pequeño Gordini que había
comprado hacía muchos años, dos o tres horas después de terminado el turno.
Y cuando llegaba
a su casa, quizás sí se sintiera sola.
Pero su misión
estaba cumplida.
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