Ayer, unos gauchos
arremetieron a caballo contra unas chicas indefensas que se habían metido a
protestar con unos carteles en una pista de la Sociedad Rural, catedral de la
oligarquía argentina, mayor expresión de la civilización
en nuestro país.
O sea, independientemente
del origen y motivo de la protesta, estos gauchos son los lacayos de los dueños
de los campos de Argentina.
Lacayos, vasallos, sirvientes, pajes, domésticos,
obedientes, siervos, capangas, capitos, perros, laderos, falderos, chupamedias.
Es difícil conciliarlos con aquellos otros gauchos, que
pelearon en las guerras de la
independencia.
Y es mucho más difícil conciliarlos con los gauchos
renegados, hijos de un blanco y una india (de un blanco que violó a una india),
que estaban fuera de la ciudades, fuera del trabajo, de la educación, de la
nación.
Esos que no buscaban someter a nadie, pero que no se dejaban
someter.
En una época, se pensó en ellos. Se los reivindicó cuando
había un poco más de dignidad y menos vocación por el lacayismo.
Esos gauchos eran
la barbarie: los peronistas, los
negros, los pobres, los inmigrantes de los países limítrofes.
Lo que hoy quiere exterminarse.
Quedan canciones que cantaba Cafrune y aún las canta, como
mostrando unas reliquias que pocos quieren ver, José Larralde.
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