domingo, 11 de octubre de 2020

Vino sagrado


Me da mucha pena que arruinemos el vino, esa bebida lograda con tanto empeño que es casi sagrada.

Es un sacrilegio echarle agua o alcohol, o soda, o marketing, o alcoholismo, o la pretensión de ser más que otros.

Por ejemplo, para decir que la combinación del vino con determinada comida es buena se empezó a decir "maridaje".

Una palabra bastante espantosa, que es inventada sólo como marca de status: quienes la dicen dejan entrever que pertenecen a cierto círculo exclusivo de personas, que se dedican a disfrutar de la vida, en un hedonismo habilitado por el hecho de que tienen resueltos los problemas que a las personas inferiores le afligen la vida.

Me da mucha pena que se arruine el glorioso vino con la aspiración a estar por arriba de los demás.



 

Cuando cumplí 50 años hice una fiesta de dos días en un lugar muy remoto. Si quedaba lejos para los que vivían en Buenos Aires, resultaba mucho más remoto para los amigos que llegaron desde otras ciudades.

Walter Álvarez viajó un día entero para poder llegar. No sólo demostró su sentimiento de amistad con su presencia, sino que además trajo vino que él mismo había hecho.

Adentro de las botellas que cargó con gran esfuerzo, estaba el producto de sus años de ensayos y de logros con su compañero Fernando Demarco, y estaba el producto de la naturaleza y el resultado de los miles de años que los hombres vienen cultivando el vino.

Todo esto se podía sentir en aquel líquido áspero, de sabor único, más denso que el agua, de un color maravilloso.

Todo eso es lo que uno incorpora a su cuerpo cuando toma un trago de vino.

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