Entre un amigo Hernán y una amiga María tuvieron la divertidísima ocurrencia de crear una app “whatsallá”, para hablar con los muertos.
En una de sus novelas, Kurt Vonnegut cuenta que en el
futuro se habrá inventado una máquina para hablar con los muertos (los muertos
no dicen gran cosa, sólo se quejan de que la Eternidad los está matando de
aburrimiento).
* * *
Caigo en la cuenta de que escribo esto el día que mi madre estaría cumpliendo 80 años. Murió hace tiempo. Si tuviera la máquina de Vonnegut, le hablaría. O tal vez no. No sé.
* * *
Para consolarme por la falta que me hace, alguien me dijo
al oído que su tumba no es un agujero de la muerte, sino un manantial de donde
brota lo bueno y lo malo que ella fue, y en el que en algún momento yo también me
sumergiré.
No sentí tanto cuando murieron otras personas, como sí siento
ahora que del otro lado hay gente. Está nuestra madre. Esto hace menos
espantosa la muerte, porque nos regala la fantasía de que mi madre no murió del
todo, y de que no vamos a morir realmente.
Algún tipo de resurrección es posible.
* * *
En las primeras décadas del siglo pasado se vivía en Europa un auge del ocultismo. Se organizaban sesiones de espiritismo en todas partes, por ejemplo. Había una pasión por entrar en contacto con lo que está más allá de esta realidad, que resultaba sombría, opresiva y de futuro sospechoso. El más allá era el más allá de la muerte, del presente (principalmente el futuro), de las leyes de la física, del saber científico, de la razón.
En ese marco, el escritor y ocultista belga Jean Delville
habría compartido con otros simpatizantes de la antroposofía un tratado de su
autoría sobre los artistas que hacen la misma obra.
Siendo él mismo pintor, se centró en los pintores. “En
diferentes épocas y en culturas completamente exóticas entre sí”, escribió, “ha
habido artistas que recibieron la llamada de pintar un mismo tema. Es una clara
evidencia de una voluntad que no es de este mundo, y al que nuestra historia ha
llamado, pobremente, ‘inspiración’ o, más figuradamente, ‘musa’. Para
comprender este fenómeno, podemos imaginarnos a un conjunto de artistas alrededor
de una modelo, cada uno con su caballete retratándola, sólo que no habría
múltiples puntos de vista, sino sólo uno”.
Quien me habló sobre Delville y su descubrimiento, fue
Juan Marroco, un anciano a quien conocí cuando yo era un joven bienintencionado
que colaboraba con el Asilo del Carmen, en la ciudad de San Nicolás. Nos
hicimos amigos con Juan y resultó que tenía tantas historias que podría haberme
pasado el resto de mi vida intentando escribirlas.
Juan Marroco decía que el tratado había quedado en su
biblioteca, cuando él fue a parar al asilo. Luego su nuera había quemado todos
sus libros cuando empezó la Dictadura militar del 76 por miedo de que los
militares encontraran libros prohibidos y mataran a su familia.
Me detalló que el tratado de Juan Delville parecía un
delirio, pero que en realidad tenía mucha lucidez. Incluía reproducciones de retratos
de diferentes épocas y lugares, de un mismo tema: una montaña, una máquina o una
cacería.
“No eran calcos”, me decía Juan. “Pero en la explicación de
Delville se hacía muy evidente que los artistas habían visto lo mismo. Eran, indiscutiblemente,
intentos de dejar plasmado en este mundo algo que veían o imaginaban. Lo que
era de otro mundo no era aquello que pintaban, sino el hecho de que un hombre
de las cavernas, un pintor de la dinastía Song y un impresionista francés del
siglo XIX, hubieran pintado la misma cosa”.
También me explicaba que “tenías que mirar bien, porque a
simple vista no era evidente que habían pintado exactamente lo mismo. El
trabajo de este Delville había consistido, justamente, en inducirte a ver lo
que tenías adelante tuyo, y no veías. La misma cosa —recuerdo el ejemplo de un
caballo corriendo junto a un tigre— era tratada de modo muy diferente. Cada
artista había pintado con lo que tenía a mano, sus pinturas, o lápices, sobre
cuero o sobre una pared, o sobre papel, y también con sus conceptos y su
experiencia visual. Uno había pintado con carbón, otro con óleo. El que nunca
había visto un tigre, había pintado un animal cuadrúpedo gigante, pero que para
él era imaginario.”
* * *
Desde que estuve en el Tibet, entre ritos ancestrales, altares de cabezas de vaca y montañas enteras bordadas con banderas de colores, en territorios aún dominados por los osos y los lobos, he tenido en mi pequeño departamento del opaco barrio de Once, sensaciones que no había tenido antes. Me he dado en imaginar que arrastré hasta aquí espíritus o fuerzas que desconozco. Me parece bastante inocente tener estas ocurrencias; lo confieso sin orgullo y con vergüenza.
He aquí que en el permanente cambio de pinturas que
coloco en mis paredes, hace unos meses dispuse sobre mi cama tres pinturas, una
de las cuales fue hecha por Laura, una pintora amiga, una artista genial y
maníaca al estilo de la japonesa Yayoi Kusama, que se deja arrastrar por la
repetición ad infinitum de un patrón, y otra por mi hija Irina cuando
tenía 4 años.
Ninguna de las dos supo que la otra hizo aquella pintura.
Ninguna de las dos vio la pintura de la otra.
Las pinturas han estado colgadas allí todos estos meses,
en que cada noche me sentí debatirme contra demonios que me asaltaban dormido
para retorcerme cada parte del cuerpo.
Anoche se me dio por observar las dos pinturas y de repente
me subió un calor como un espíritu: descubrí en ellas lo que Juan Marroco me
contó de Delville: eran la misma pintura.
Las dos, con recursos muy diferentes, retratan una criatura
parecida a una jirafa que gira su cabeza, asociada con un extraño abanico.
Me pasé un rato evaluando las diferencias y comprobando la
hipótesis de Delville, extasiado y un poco asustado.
Reincidentemente los artistas más honestos explican su creación
como obra de algo exterior a ellos. Dicen que una voluntad los usa para
inscribir un mensaje en este mundo. Como si el artista fuera un mero instrumento.
En el caso de las pinturas sobre mi cama, podría jugar,
cándidamente, con la idea de que una voluntad del más allá hizo pintar el mismo
objeto a Laura y a Irina, y también guió mi mano para que ubicara las dos
pinturas juntas, y ahora para me hace escribir esto.
* * *
Quizás alguien que lea este relato pueda tener alguna intuición o información sobre el ente que aparece en las dos pinturas.
Gracias.
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