sábado, 13 de enero de 2024

Sole

En mis primeros años en la universidad caí enamorado perdidamente de Sole.

A cualquiera de ustedes que la vea, hombre, mujer, gato, dios, sapo, cualquiera que me escuche, le habría pasado lo mismo, porque Sole tenía una hermosura que causaba una revolución divina en toda la materia del cuerpo, en el soñar, en la percepción de uno mismo y en la noción del tiempo.

Comencé a revolotearle como una polilla del tamaño de un buey y con mi irrevocable condición de iluso, pensé que me daba cabida. 

En una fiesta bailamos, bebimos, fumamos, charlamos y no charlamos. En un momento nos metimos en la habitación de los padres de la que hizo la fiesta y nos tiramos en la cama matrimonial, muy largos, uno al lado del otro. 

Nos dijimos algunas cosas, que recién ahora, medio siglo después, comprendo que eran cosas que se dicen los amigos-puros amigos, que no sienten nada más.

O sea, mi corazón latía como un jaguar encerrado en un container de chapa, y ella me hablaba lo mismo que le hubiera hablado a cualquier amiga o a un primo que estuviera allí en la cama.

Al rato entró Martincho, un amigo de los dos, otro de la barra, y también se tiró en la cama.

Quedamos yo, la divina Sole y Martincho, como tres troncos. Insisto, ella en el medio.

Ya éramos la barra.

El recién llegado Martincho me cortó el mambo y éramos la misma barra que en las clases. Volvíamos a la normalidad —de la que Sole nunca había salido.

La única revolución estaba dentro mío.

Es decir, no.

Disculpen, aclaro. La divina Sole no tenía ninguna revolución, que sí ardía dentro de mí, y así fueron las cosas hasta que llegó Martincho. A los pocos minutos de haber llegado Martincho, se crearon dos revoluciones y una normalidad. La normalidad fue entre Sole y yo; una revolución estaba dentro de mí y la segunda revolución se armó entre Sole y Martincho, porque Sole se dio vuelta hacia Martincho, Martincho hacia Sole y empezaron a besarse.

Empezaron a besarse.

Al lado mío.

Yo: una estatua.

Una estatua de Pompeya.

Mucho más tieso que una estatua, con los ojos muchísimo más grande que los de cualquier estatua, los ojos como de un lémur. 

Me fui y a partir de entonces sólo los saludé de lejos Sólo me juntaba con la barra cuando no estaban, y cuando llegaban, juntos, yo me hacía humo.

Una amiga de la barra me dijo:

— Pobre, Chinín, ¿no te diste cuenta de que ella estaba loca por Martincho? 

Yo me sentí más idiota aún.


Bien. 30 años después me encuentro casualmente con Sole en Buenos Aires. Se había casado con Martincho, se habían ido a vivir a Suecia, se habían hecho ricos, habían tenido hijos hermosos. En un momento Martincho empezó a extrañar Argentina y terminó forzando a toda la familia a volver. Ninguno quería venir, todos estaban muy bien en Suecia. Desde aquel mal comienzo en el regreso las cosas se pusieron cada vez más difíciles, y Martincho y Sole acabaron separándose. Poco después de la separación fue que encontré a Sole

Fuimos a tomar un café.

Supe que seguía enamorado de ella.

Mi buey quizás se había estilizado un poco con los años o vaya a saber por qué otras razones (nunca los hombres vamos a comprender realmente las razones de las mujeres), esta vez ella se dio vuelta para este lado.


Un día Martincho me manda un mensaje de WhatsApp: “Sé que estás con Sole. Podrías haberme dicho algo, no? Nada, un breve estoy con Sole”

Sabía que tenía que contestarle, decirle algo como “ah, perdón no sabía que era tu propiedad, aún divorciados”.

También sabía que no tenía que contestarle, porque sería la vergüenza de hacer una pelea de machos dueños de hembras.

Y sabía que no tenía que contarle a ella.

Aunque bien le habría podido contar, sobre todo en los largos, interminables monólogos que ella tenía sobre Martincho, explicándome lo mala persona que era, que era un perverso, que había hecho demasiadas cosas imperdonables, y así.  

No exagero si digo que no hablaba de otra cosa. 

No hacía otra cosa que odiarlo.

Toda nuestra relación estaba dedicada a su reproche contra Martincho.

Al fin me di cuenta de que Sole no estaba conmigo, sino con Martincho, ahora odiándolo.

Entonces le dije que nuestra aventura se había terminado.



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