La pandemia nos deprimió.
Nos deprimió que corríamos riesgo de morir.
Nos deprimió que muchas personas morían.
Nos deprimió que personas conocidas murieron.
Nos deprimió que hubiera una peste en el mundo, algo apocalíptico.
Nos deprimió estar encerrados.
Nos deprimió que nos metieran vacunas.
Nos deprimió que nuestros hijos no pudieran salir a jugar, a estar con otros chicos.
Nos deprimió que a lo mejor la pandemia iba a durar muchísimo.
Nos deprimió que se revelara que la salud pública estaba destrozada.
Nos deprimió que los negocios de los laboratorios estuvieran por encima del bienestar de la gente.
Nos deprimió que hubiera un vacunatorio VIP, y que alguien a quien respetábamos como Verbitzky lo utilizara.
Nos deprimió que cerraran negocios.
Nos deprimió que tuviéramos que cerrar nuestro negocio.
Nos deprimió que la economía se vino a pique.
Nos deprimió la falta de libertad.
Nos deprimió no poder acompañar a nuestros familiares que se enfermaban.
Nos deprimió no poder velarlos.
Ante la depresión nos hicimos más adictos de lo que ya éramos, a las pantallas y a la “comunicación” que creemos que tenemos con internet.
Mucho de esto quedó.
Es decir, quedó mucha depresión.
Quisimos sacárnosla de encima votando a uno que gritaba desaforadamente “¡Libertad!”, sin fundamento, sin sensatez y nos metimos en un lugar peor, que encima de que venimos mal, nos sacan lo que tenemos y nos cierran más el futuro.
Aún no nos sacamos de encima la depresión.
Seguimos horas y horas frente a la pantalla, como si fueran ventanas que nos permiten escaparnos a otros mundos.
Pero nos vamos dando cuenta de que no hay esos mundos, lo que hay es una bazofia mal hecha a nuestra medida para que creamos que la realidad es lo que a los poderosos le conviene que creamos.
Ya nos vamos dando cuenta de esto, pero no sabemos cómo salir de la depresión y de la pantalla.
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