Jorge recordó esta escena en silencio, no le contó a nadie: su mamá iba con él y con su hermano menor paseaban por el Jardín Botánico. Por el camino en el que caminaban venía caminando un hombre. El hombre miró a su mamá de lejos y se quedó como desconcertado. Jorge supo que se había quedado sin respiración ante la hermosura de su madre. Su madre era una mujer de una belleza que no era de este mundo. Era probable que fuera la mujer más hermosa que ese hombre hubiera visto en su vida. Tenía unos ojos enormes, tranquilos, como los ojos de un animal que tiene un perfecto control de sí mismo y de todo lo que tiene alrededor. Con esa mirada debe haber penetrado hasta el fondo del alma de aquel sujeto, como hacía con cualquiera, y él no podía hacer absolutamente nada. Era un tigre atrapado por un poder misterioso, que lo había reducido a la dimensión de un conejo que había caído en una trampa. Jorge, que era un gurrumín de ocho años, vio cómo el hombre caminaba como un autómata hacia ellos, con la boca abierta mirando hipnotizado a su madre y cuando llegó cerca le dijo: “¿qué mira, señor? ¿No tiene respeto?”
Jorge no tiene trastornos cognoscitivos. Si quiere recordar algo, como el nombre de una canción, la fecha en que su hermano tuvo el accidente, el nombre de un compañero de la carrera, 40 años atrás, lo recuerda. Sin embargo, no le interesa recordar nada. No sabe cómo se llama el perro de su compañera, ni la calle donde vive su hijo, ni la marca de su auto, ni el nombre de ninguna herramienta. Le gusta el fútbol, es un observador muy agudo, puede anticiparse con agudeza a cómo jugará tal jugador o qué cambios hará el técnico, o cómo cambiará la táctica en el segundo tiempo, pero no sabe el nombre de ningún jugador. Ni del presente ni del pasado. No le importa.
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| Dibujo de Juan Aiello. |

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