viernes, 24 de septiembre de 2010

Arreo

Antes de entrar a la empresa donde trabajo cada día me pregunto para qué voy a trabajar. Sé que no me reportará nada, que lo hago por sobrevivir y no para vivir, y que sobrevivir es la ilusión fatal de que uno, con sólo mantenerse quieto, no se mueve, sin darse cuenta de que está en la corriente de un río que se acelera hacia las cataratas. Sin embargo voy, y una vez adentro todo lo que hago, las gestas, los pequeños triunfos, los enredos y desenredos, las cruzadas de cada día, entregar mi mayor habilidad, desplegar mi intensidad, jugar mi entusiasmo, el calor de la batalla, la inercia, todo eso me absorbe completamente.
Al final del día mi balance es repugnante. Cuando a veces Mary-Sue o mis hijos me preguntan cómo me fue, me abochorno; digo “bien”, digo cualquier cosa, y a veces desempaco la verdad: “un espanto, no tengo nada para contarte, no hice una sola cosa que tuviera sentido, nada que tocara la vida. No sembré nada. No hice nada que me modificara la realidad en lo más mínimo. Nada, sólo quemé el día, entretenidísimo, eso sí, como un día de arrear vacas”.

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