sábado, 30 de octubre de 2010

Sandra


Estaba aquella escena de Los inútiles, en que los amigos andan por ahí en un auto (debían buscar a la mujer de uno de la barra pero, incurablemente zánganos, convierten la tarea en un ocio) y un Alberto Sordi joven asomado por la escotilla ve unos obreros y les grita “¡Lavoratori!”, se agarra el codo y les hace el ruido del pedo. Y estaba aquella otra, tal vez de Amor, muerte, tarantela y vino, en la que uno de los protagonistas le dice al otro “¡Qué domingo pasamos, eh! Comimos, la pusimos, nos tiramos pedos… ¡qué domingo!”. Nos reíamos con esas escenas, con Sandra. Nos comprendíamos muy bien entendiéndolas. El loco de Amarcord, que subido al árbol aullaba eternamente “¡Voglio una donna!” Eran nuestras cosas, nos unían.
Estábamos en los primeros años de la universidad. En el departamento teníamos con mis amigos nuestra versión de Los Inútiles y siempre había otros amigos y amigas. Una de ellas me recordó estos días que una vez habíamos estado estudiando varios días para un examen final, y entre nosotros estaba Sandra, y que cuando se durmió alguien la ató como a un matambre y nos fuimos.
Una noche que andábamos caminando nos besamos. Aunque teníamos esa edad en que uno se enamora perdidamente, Sandra tuvo la sabiduría suficiente para evitar que fuéramos novios. Lo que tuvimos fue muy bueno, nunca arruinó aquella complicidad.
Años después supe que se había casado. Le pregunté cómo llevaba la estabilidad y me dijo que estupendamente. “Yo jodí mucho de pendeja, Chino”, me dijo, para explicarme por qué, casada, disfrutaba de las virtudes del aplacamiento.
Ahora me han dicho que murió. Uno no sabe dónde carajo ponerse, con las muertes.

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