Cuando salí del hospital Muñiz crucé con lentitud la enorme plaza que lo separa de avenida Caseros.
La plaza se me hacía interminable.
En un lugar encontré un perro.
No tenía aspecto de bueno. No mostró interés en mí.
Me detuve junto a él, estuvimos los dos muy quietos y al fin le acerqué el dorso de la mano con cuidado, observando su reacción. Apenas me la olió.
Pero no hizo problema cuando le acaricié la cabeza.
Lo acaricié un rato, no le hablé, le di unos golpecitos en la cabeza.
Él se mantuvo inexpresivo.
Sin embargo, cuando me empecé a alejar me siguió, y desde atrás mío metió el hocico en el hueco de mi mano mientras yo caminaba.
Me paré otra vez y volví a acariciarlo.
Me dieron muchas ganas de invitarlo a mi casa.
Fueron cuatro meses allí dentro.
Pensé que tengo muchas ganas de tener un perro.

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