Me reí cuando me preguntaban si iba a ganar a Milei.
Cuando ganó, escuché obsesivamente a todos los que analizaban la política, tratando de tener una explicación y de encontrar una orientación —che, ¿qué hacemos?
Me consolaba diciéndome que Milei iba a durar tres meses.
Festejé porque yo tenía razón, cuando fueron las elecciones en la provincia de Buenos Aires, y después vino la legitimación licuificadora con que me deshizo.
Entonces me ganó una renuncia como una promesa a escucharme hablar de política.
Más que una renuncia fue una huida a abajo de la cama.
Un tragame tierra.
No paso ni cerca de un espejo, porque se me cae la cara de vergüenza ver a ese pelotudo.
No hablé más con mis hijos.
Me apiado de quienes tienen que hablar de política por un sueldo, pagar el colegio de los chicos, el seguro del auto.
Ahora estoy en silencio total.
No abro la boca.
Y no abro las orejas.
¿Hasta cuándo?
¿Es lo mejor que puedo aportar?
¿Es el mejor ejemplo que puedo darle a mis hijos?
¿Alguien puede decirme algo de lo que está convencido?

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