Piazzolla fue poseído por la música desde niño. Fue poseído
por el piano y muy temprano por el bandoneón. Desde que era un gurrumín se
dedicó por completo a aprender y a tocar, tocar, tocar. Fue una bestia. Y no
era solo trabajo: había nacido superdotado para la música. En cambio, como
persona, la egomanía lo estancó en la típica inmadurez de quién se sabe genial.
Pensando, era un estúpido. Decía cualquier dislate sobre cualquier tema, como
si el hecho de que fuera un músico superlativo lo hiciera inteligentísimo y
experto en todo. Hablaba bien de la dictadura militar y opinaba sandeces infinitamente
irritantes sobre temas de los que no tenía idea. Llegó a creer que la música
que salía de él era su mérito. No era consciente de algo que un músico cercano
a él observó. Cuando tocaba, una tropilla gigantesca de seres entraba en él, y
él la largaba a este mundo, con su talento increíble, a través de su bandoneón.
En un momento esas criaturas lo llevaban a emocionarse, emociones tan
maravillosas, como si lo hicieran volar sobre el mundo. Se emocionaba más allá
de lo que era capaz. Era atropellado por lo que viene de otro mundo. ¿Qué me
está pasando?, se preguntaba. Muy idiota, se respondía: “esto es porque soy un prodigio”.
Respondía cabalmente a una descripción de Sócrates de los poetas, que “me
parecieron estar en el mismo estado que los adivinos y los profetas: dicen
grandes cosas y admirables, pero no saben nada de lo que dicen.”
Si hubiera tenido una pizca de sensatez, hubiera dicho como
otros: “abrí la boca y Dios puso en ella las palabras”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario