Mi papá me llevaba a la escuela todos los días. Me llevaba caminando de la mano por las calles de San Nicolás, yo abombado de sueño, él cansado en paz de haber trabajado en la fábrica toda la noche. Años después fuimos a vivir a Estados Unidos, y allí terminó mi niñez. Mi padre siempre se llevó naturalmente bien con los chicos más chicos, pero cuando crecían y entraban en la rebeldía y confusión de la adolescencia, se sentía decepcionado y traicionado. Desde que mi madre me trajo adolescente insoportable de regreso a la Argentina él se desentendió de mi educación, por lo que atravesé toda mi secundaria sin padre. Mi padre se había quedado en Nueva York cumpliendo su sueño americano, y yo estaba en la secundaria de la dictadura militar. Algunos de mis compañeros de entonces recuerdan aquella época en la escuela como gloriosa. Yo no puedo comprender esa nostalgia, porque lo único que me quedó fue el modo en que aquel gobierno infame habilitó, liderando, el componente más violento, autoritario y sádico de los directivos, profesores, celadores y cualquiera que tuviera un mínimo de poder. Se hartaban con el gozo de someter a los alumnos a vejaciones propias de los cuarteles militares y los campos de concentración: hacerlos formar filas bajo el sol en el patio, obligándolos a estar quietos y en silencio durante la cantidad de tiempo que se les antojara, o recorrer las filas midiendo el largo del cabello para mandar a su casa a quienes superaban un límite, no dejar por un instante de acusarlos y considerarlos execrables, o simplemente pegarles mientras estaba en fila en la parte posterior de las rodillas con una regla de las que se usaban para el pizarrón.
He intentado con todas mis fuerzas que mis hijos me tuvieran todo lo que me faltó mi padre, pero ellos han respondido con una rebeldía seca y amarga, que me hace sospechar que no estarán a la hora de mi muerte. Un día me enteré de que mi hija menor había ocultado la cantidad de materias en que había fracasado y me agobió la desazón. Me pregunté qué sentido tenía que yo construyera mi vida enfocada en que ellos se fortalecieran y ganaran herramientas que les permitirían desplegar todo lo que tienen dentro. Me sentí abatido, tenía ganas de renunciar a todo.
La tarde de aquel día, en que Buenos Aires se cocinaba en un aire pesado que superaba los 38 grados, comencé el taller de cuentos en el Sanmar, el Instituto de Régimen Cerrado “Gral. San Martín”, donde unos 60 chicos de entre 13 y 16 años están obligados a permanecer sin poder salir porque un juez dictaminó que habían cometido algún delito.
En la biblioteca del Sanmar esperamos a los chicos Loreley, Anahí y yo. Los trajeron dos asistentes y dos guardias de seguridad. Éramos siete adultos para ocho chicos.
Les pregunto los nombres, los pronuncian a regañadientes. Les pido que hablen muy fuerte porque soy sordo. Se ríen, pronuncian más bajo, les digo ¿qué?, ¿qué?, hasta que dicen el nombre claramente. Plantearán la lucha cuerpo a cuerpo conmigo. Cuatro se negarán a escribir, todos a leer, tres se pondrán a dibujar, dos se desparramarán sobre la mesa para dormir, uno se irá a hablar con los guardias, otro no entenderá nada de lo que digo, uno me amenazará. Les anuncio que van a escribir, luego van a leer lo que escribieron y a escuchar lo que otros escribieron. Cada quien a su manera dice: no, no, no.
“Tengo sueño, No escuché lo que dijo porque me fui.”
“Esto es una gilada.”
“No hago lo que usted me dice, hago lo que quiero.”
“No sé escribir.”
Alguien en mi interior desespera. ¿Cómo se hace cuando muchos no quieren, siendo el taller de cuentos una actividad complicada, ardua y difícil aún cuando todos los que participan quieren mucho?
Intento calmarme: resistiendo, están participando. El no es el mejor material de trabajo. Están tomando una posición frente a lo que les propongo. El desafío del taller será labrar la fuerza de la resistencia, convertirla en algo a favor de los pibes y del equipo.
En el resistir de estos chicos hay un reclamo. Anahí y Loreley ofrecen tomarles dictado a dos porque dicen que no saben escribir —Gaby, una de las asistentes, cuando la miro para interrogarle, me hace un gesto rotundo para darme a entender que mienten. Los chicos resisten para llamar la atención, o más bien, para llevar mi atención al campo de ellos. Si se lo concedo, habrán quebrantado mi autoridad en la presentación. Pero una autoridad operativa es indispensable para que funcione el taller. Si no tengo autoridad no escribirán, no leerán, no escucharán a los otros. Estaré allí para darles lo que ellos quieren y no lo que les llevo. La forma de que aprecien lo que les llevo es hacerles comprender que es más importante que cualquier cosa que obtengan, porque cedo a la pena de su condición, o porque soy débil, o cualquier otra razón.
He de encarnar autoridad, la ley en última instancia inapelable, porque es la manera de abrir campo a lo que el taller les provoque y lo que ellos hagan con esa provocación. Con lo que les provoque poner en juego imaginación, deseos, subjetividad, miedos, y dejarlo asentado, darlo, exponerse y el juego interno que se arme en la manada.
Este punto es particularmente relevante. Uno de los chicos llegó muy lejos en el trabajo de escribir, pero cuando lo felicité se malgestó. Luego de sorprenderme, entendí que no quería quedar como uno que obedece, alguien que está del lado de la autoridad, un buchón.
Y es natural y comprensible que estos chicos resistan toda autoridad, todo lo que les venga de arriba, de alguien que tiene más fuerza que ellos.
Por un lado, son adolescentes: están en la edad en que deben diferenciarse de los adultos, separarse de ellos. Por otro, están en el Sanmar porque son víctimas de la fuerza de los adultos contra ellos: de los padres, de los parientes y la gente del barrio, de la policía, de la gente de la ciudad, de los jueces, de la sociedad.
¿Cómo habrían de recibir con alegría, con satisfacción burguesa por la cultura, algo que les imponen los adultos, mundo de gente que siempre los venció, doblegó, sometió, abusó de ellos por la fuerza?
Vengo hablando con la directora del Sanmar. Tenemos mucho que aprender de ella en este tema. Mientras la escuché, un día me vino a la cabeza una idea de un lugar remotamente diverso, uno de los libros de Carlos Castaneda. El viejo brujo le explicaba a Castaneda que la razón es muy importante, pero tiende a hacerse tirana y a convencernos de que no hay nada por sobre ella. Se demuestra una verdad por la razón. La razón pasa así de ser Guardián de nuestra mente a ser su Guardia. De protegerla, contenerla y darle un cauce, pasa a regirla, encarcelarla en sus leyes y someterla. Pensé, mientras escuchaba a la directora, que entre el viejo reformatorio punitivo y este, la diferencia es el proceso inverso: va pasando de ser un lugar de condena, humillación y represión, a un ámbito de reconquista de aquello que cada chico tiene de bueno para impulsarlo desde allí. Es un desafío enorme hacer que el Guardia deje de constituir a los chicos como personas peligrosas, réprobos y en cambio entienda que los chicos tienen algo que debe ser cultivado y promovido.
Los chicos se presentan al taller haciéndose espacio. Todos, como manada, y cada uno. Lo hacen a los codazos, a las trompadas, a los escupitajos. Es como saben hacer. Como se hace en una empresa o en la cárcel. Al Mudo, un viejo amigo, lo metieron en la cárcel. Siguiendo la indicación de su madre, que trabajaba en la policía provincial, al instante que entré preguntó quién era el más guapo. Se lo señalaron, caminó hacia él erguido como un pequeño gallito, lo miró hacia arriba y le metió un dedo hasta el fondo del ojo.
Hacerse un lugar es una estrategia básicamente defensiva. Demasiadas acciones de los adultos son ataques, agresiones, abusos: cómo no serían defensivos. Deben serlo, por las dudas, preventivamente cada vez que un adulto les habla, les ofrece algo, los mira.
En un asado, otro amigo, el Gordo, que tenía a cargo un área social del Gobierno, preguntaba para qué, pero para qué, le enseñaban Geografía a los chicos (tenía tres, de entre 5 y 9 años). No había forma de que quisiera escuchar que la educación no era el mero conocimiento, del nombre de un río o de la capital de Ucrania, sino que era mucho más, como saber que se puede saber, o adquirir una cantidad de recorridos de pensamiento.
El Gordo resistía la Educación en bloque, porque era algo que le habían impuesto, doblegándole la voluntad, a los sopapos, para sojuzgarlo y para decirle que era un burro. No le faltaba razón, pero le faltaba entender que el asunto podía no terminar ahí.
En el Taller de Cuentos del Sanmar tenemos que tener la habilidad de imponer la actividad con autoridad indiscutible, aún dándoles la razón de que lo que viene de arriba es veneno. La única forma de que esto salga bien es que todos entendamos que no es veneno.
Escribir tiene un alto valor para el burgués, de quien los chicos del Sanmar instintiva y automáticamente saben que sólo pueden esperar discriminación, castigo, temor histérico y violento. Burgués es el juez que los pone presos, burguesa es la señora que quisiera verlos eliminados. Apenas se rasca un poco en la superficie de los burgueses, aparece una pasión inquisidora por encerrar a los chicos que están en el Sanmar, culparlos, condenarlos.
La oportunidad que tiene el Taller de Cuentos para zafar de esta trampa es convencer a los chicos de que el burgués no debe ser el único dueño de la palabra escrita. Ellos pueden ser Washington Cucurto, Camilo Blajaquis, Enrique Medina. El Taller de Cuentos debe desarmar la mentira rencorosa de que Prometeo fue atado a una piedra y de que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso.
El Taller es para que los chicos aprendan a robar el Fuego. Para que prendan fuego la maldita, ilegal, hija de la delincuencia primera, propiedad privada del Árbol de la Sabiduría. La Manzana no es de ningún Dios: es de todos.
Prometeo, de Ian Soriano. |
Hermoso!!!! gracias Gustavo tus palabras son el fuego que ilumina, quema, deja cenizas y posibilidades de ver en la oscuridad.
ResponderEliminarExcelente iniciativa para fomentar el arte, ya para alimentar le alma con palabras reconfortantes, pero igual que el espíritu deberíamos llevar a otro nivel nuestro cuerpo practicando deportes o haciéndonos un tatuaje, llevando nuestra ropa a algún lugar para estampado de playeras, se verán geniales.
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