Una chica, aún no llegaba a los 20, estudiante de Psicología
Social, se dejó seducir por un hombre en un tren del suburbano. El hombre llevaba
una gorra sucia, de la que escapaban mechas de pelo grasiento, tenía la cara
hinchada, pantalón y campera muy gastados, como si hubiese vivido, sentado y revolcado, en la calle
los días anteriores, o quizás hacía mucho tiempo; las uñas largas y sucias, el
aliento pesado, el andar defectuoso. Se presentó a la chica como un shamán. Le
dijo que sabía qué le estaba sucediendo a ella y la arreglaría. Y la chica se
dejó llevar por el tipo a la casa de él, en un barrio muy oscuro, inundado por
el olor fétido del agua con basura. Sobre un catre desvencijado, sin sábanas,
entre frazadas rotosas, la chica dejó que el hombre le hiciera vivir experiencias muy fuertes. La chica hizo, sintió cosas que no hacía, ni jamás haría ni sentiría, con su
novio.