Hoy volvió el boxeador. No tiene la mirada perdida, pero uno
nota que pasa un tiempo entre el momento que resuelve decir algo y cuando
finalmente lo dice. En el encuentro anterior hizo un relato brutal de los
nocauts que lo voltearon. Escuchándolo, nos resultaba inconcebible que siguiera
en pie —vivo.
Hoy eludió sentarse a la misma mesa con los demás escritores
y se ubicó en otra. Vimos que frente a él, pegado en la mesa, en el lugar donde
se apoyaría el plato, había pegado un cartelito que decía su nombre, Agapito.
Por primera vez estuvo Esther, que llegó al Parador hace dos
semanas. Con inmejorable disposición Esther hizo y rehizo su historia, como si
no hubiese arrancado escribiendo sino corrigiendo. Tenía la cabellera de una
chica de 20 años, la forma de la cara muy característica de las que fueron
intervenidas por la cirugía plástica y unos anteojos elegantes, aunque les
faltaban una patilla. Como los demás, estaba allí porque era mayor de 60 años y
no tenía dónde vivir. Algún equipo del servicio BAP (Buenos Aires Presente) la
encontró acurrucada entre una vereda, el frío y la puerta de algún edificio
público y la llevó al Parador para que tuviera dónde alojarse hasta tanto
solucionara su vida. Una de las actividades del lugar es el Taller de Redacción
de Historias que coordinamos, y del que participaron hoy Agapito, Esther y
otros. Durante un par de horas quienes aceptan escribir, arman una historia mezclando
el contenido de dos frases que les propongo, luego cada quien le lee a los
demás lo que escribió y los demás escuchan y comentan.
Las frases de hoy fueron: “En la milonga María Delia no
podía encontrar sus zapatos” y “Una nube de mariposas blancas cubría el pozo de
agua”.
El cuento de Esther fue una historia de amor, en la que
María Delia estaba desesperada por haber perdido los zapatos, siendo que tenía
que regresar con ellos a su casa antes de las once de la noche, y al fin
aparecía un príncipe Luis que los encontraba en un pozo.
Casi la misma historia fue escrita por otro nuevo
integrante, Oscar, quien llegó en silla de ruedas, vestido pulcramente con una
camisa clara, blazer de impecable azul y pañuelo rojo que asomaba del bolsillo.
Se mostró culto; puso sobre la mesa un libro de logosofía y un cuaderno en el
que guarda sus notas manuscritas con ampulosa letra de romántico.
Estábamos trabajando en una de las muchas mesas del gran
comedor. En otras, los alojados mateaban, charlaban, miraban la televisión.
Muchos, quizás la mayoría, no hacía nada. El estado general era catatónico. Sentí
que el barullo de los televisores molestaba al taller y me acerqué a quienes
estaban mirando y les expliqué por qué debía bajar el volumen. Nadie me
contestó nada y cuando silencié el aparato, siguieron mirando la pantalla con
la misma expresión vacía de antes.
También participó hoy Clara, como todos los miércoles. “Los estaba
esperando”, nos dijo cuando entramos, con su sonrisa que emergía desde el fondo
indescifrable en que ella se debate. Clara está en una realidad diferente, que no
es posible sintonizar, salvo cuando escribe. En sus relatos el mundo de allá
adentro, sus seres, sus lugares y sus luminosidades aparecen en una trama que
nos los hacen comprensibles a quienes estamos afuera.
En el comienzo de la historia que escribió Clara la
protagonista empieza perdiendo los zapatos, luego ve el reflejo de la nube de
mariposas en la superficie del agua del pozo, y entonces en la blancura de las
mariposas emerge Jesucristo, como adelantado del mundo divino que termina
instalándose, formado por los —copio frases del texto de Clara— “colores en
torno de la vida humana” y poblado por las “mariposas en el infinito”.